EL ZAPATO DE TACON DE AGUJA. UNA DULCE TORTURA.

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Desde un MardetranKilidad

La polémica acerca del uso de zapatos de tacón de aguja está servida. O los amas o los odias. Para algunos es una auténtica tortura siendo cada vez más las mujeres que se rebelan contra su hegemonía estigmatizante, en tanto que otras lo consideran un elemento de empoderamiento femenino.

Pero retrocedamos al pasado a través de su historia, su simbología y también su ciencia.

En pleno siglo XXI los zapatos de tacón alto son vistos como símbolo inequívoco de sexualidad y poder femenino. Pero lo que desconocía es que, en origen, eran un accesorio atribuido a la vestimenta masculina, o al menos unisex.

He averiguado que el primer uso registrado data del antiguo Egipto en miembros de alto estatus social, aunque también algunos gremios hacían un uso práctico del zapato alto, como en el caso de los carniceros que no tardaron en ver su potencial. Según parece se los ponían para no empaparse los pies con la sangre de los animales que sacrificaban.

En Grecia se volvieron más “femeninos” como se ha podido comprobar por los “kothornis” encontrados entre los restos arqueológicos. En Roma, una mujer con zapatos altos era indicativo de que se relacionaba con el desempeño del “oficio más viejo del mundo”. Y yo me pregunto…¿Es posible que algunos hombres se quedarán culturalmente en esta época y de ahí los prejuicios?. Bah… intrascendente.

Ya en el siglo XVI, Catalina de Médicis se los hizo fabricar a su zapatero para estar a la altura de su marido. ¡Olé por ella!. Para que luego digan que el feminismo es un invento reciente.

En el siglo XVII se convirtió nuevamente en símbolo de estatus, y podemos llegar a entenderlo si nos planteamos la utilidad de este tipo de zapatos a la hora de caminar. De ahí que cuando alguien los usaba lo lógico era suponer que debía tener origen noble.

Llegada la revolución francesa de todos es sabido que rodaron muchas cabezas de nobles.  Curiosamente después de aquella escabechina se dio un largo periodo de tiempo en el que la población únicamente usó zapatos de suela plana como rechazo al uso de tacón por parte de los aristócratas. ¿O quizás por miedo a ser confundido con unos ellos…?

La primera fábrica de tacones en serie se puso en marcha en 1988 en Massachusetts, y no sería hasta 1952 cuando se inventaría el famoso tacón de aguja. Los zapatos con este atrevido e inestable tacón se inspiraban en los rascacielos y debían llevar una estructura interna y punta de metal para soportar el peso del cuerpo en tan sólo un centímetro cuadrado.

A nivel social y etnográfico, cuando buscamos los motivos por las que las mujeres usamos zapatos de tacón alto, entran en juego razones tanto evolutivas como culturales.

Hecho este repaso por la historia y antes de adentrarnos en esta perspectiva sociológica, debemos destacar que en cualquier parte del mundo es habitual que los hombres se interesan más por el aspecto físico a la hora de elegir pareja en relación con las mujeres. De ahí que las féminas deban emplear más tiempo y esfuerzo a cuidar y mejorar su apariencia (al menos hasta que hiciera aparición el fenómeno de la “metrosexualidad”).

Además, existen numerosas investigaciones que destacan el efecto social que provoca el hecho de que las mujeres lleven tacón frente a otras que no lo llevan.

Y cuando me refiero a “investigación”, me refiero a estudio basados en la Psicología experimental, en los que se aplica el método científico. Ya saben, estamos hablando de establecer relaciones “causa-efecto” en experimentos llevados a cabo en entornos controlados, en los que se manipulan las variables implicadas y registran datos para llegar a un resultado o conclusión.

Ah y por supuesto, con base en la objetividad y no en la opinión insustancial y arbitraria del “cuñado” de turno. Ósea que esto que diré a continuación no está sacado de una revistilla de moda y cotilleo que lee mientras me ponía el tinte en la peluquería.

Pues bien, fijaos que curioso y sorprendente. En uno de estos experimentos se vio que, si una mujer que lleva zapatos de tacón alto, deja caer un guante en la calle, hay un 50% más de posibilidades de que un hombre se agache a recogerlo, en comparación con aquellas que usaron zapatos planos.

La misma poderosa influencia se observó cuando una fémina trataba de convencer a un hombre en la calle para que se brindara a participar en una encuesta. Si estas mujeres iban provistas de taconazo, se duplicaban las posibilidades de que los hombres se detuviesen y la atendieran. ¿Acaso nos sorprende?

Sin embargo, tampoco podemos dejar de lado el efecto que tiene en las propias mujeres que se deciden a ponerse zapatos altos. Al parecer cuando los usan, muchas de ellas sienten como aumenta su autoestima, la autoconfianza o la belleza autopercibida.

Y aunque pueda generar controversia si su uso es beneficioso o no, lo que sí es innegable es que las mujeres, en su mayoría suelen colocarse estos incómodos zapatos porque sienten que les mejora o potencia su apariencia física haciéndolas parecer más atractivas.

Al usar zapatos altos de tacón, se modifican la forma y proporción de ciertas partes del cuerpo que se asocian con la belleza y femineidad. Se enfatizan características físicas propias de la mujer acentuando la diferencia con los caracteres masculinos. Y por último, modifica completamente la kinesia corporal al caminar ya que nos obliga, por necesidad y ergonomía, a exagerar el vaivén de la cadera. Un gesto que tan sensual resulta a ojos de quien lo observa.

En mi caso me confieso amante de los zapatos de tacón alto desde mi más tierna infancia, cuando con apenas 8 o 9 años me colaba a hurtadillas en el dormitorio de mi madre y delante del espejo, disfrazada de mujer grande, presumida, altiva, engalanada con pulseras, collares, pendientes y pintada como una puerta, disfrutaba con la imagen de mis pies enfundados en aquellos enormes zapatos de tacón marrón que mi mamá guardaba para las ocasiones especiales.

Desde entonces y hasta ahora, se ha producido una extraña comunión entre mi persona y este elemento del vestido femenino. Confieso haber sucumbido al pérfido hechizo, y al igual que para otros muchos congéneres de uno y otro sexo, los zapatos de tacón se han convertido para mí, en un objeto de veneración y en un complemento indispensable de femineidad.

El zapato de tacón es para muchos el pecado hecho objeto. De charol, negro profundo, de puntera afilada, un auténtico stilleto.  Haciendo honor a Roger Vivier que consagró a “Dior” como el primer rey del Stilleto, me encaramo en ellos con el empeine doblado en una curva imposible. Y desde esa sublime cima, me sobrecoge la sensación de vértigo.

Así que ya saben,  fue Roger Vivier el verdadero inventor del tacón de aguja. El que hizo del calzado femenino un objeto de adoración, de devoción y una auténtica religión.

Otros genios de la sensualidad femenina como Novocok o Buñuel, también resaltaron con su obra el fetichismo por el pie de la mujer, aunque fue realmente Restiv de la Bretonne quien le confirió auténtica naturaleza literaria.

Para este autor, el desencadenante de del deseo masculino no estaba en la esbeltez de una mujer, ni en su opulencia, ni tan siquiera en su armonía fisonómica o las prendas morales que poseía. El deseo, según Restiv de la Bretonne, tenían que ver con las proporciones de su pie y la elegancia de su calzado.

Y sin intención alguna de resultar desmedida o absurda, también estoy totalmente de acuerdo con Prada en que el tacón de aguja es el elemento arquitectónico más importante desde la invención del arco de medio punto, y al igual que él, reconozco que este elemento mejora estéticamente a la mujer alargando sus piernas, haciéndolas mas esbeltas a la vez que empequeñece el pie. (Reminiscencias de antiguas culturas como la china, que veían la belleza de la mujer en lo diminuto de sus pies).

No crean que soy ajena a toda esa corriente de persona que, tirando de sentido común, tratan de convencerme de que el zapato de tacón alto no es mas que un elemento represor que como mujeres nos resta libertad y nos “cosifica”.  

Pues ¡mea culpa!. Admito que no se vivir sin ciertas tiranías, y en un gesto de paladina arrogancia, seguiré demandando su uso y entregándome al frenesí de subirme a tan sublime andamiaje, eso sí… mientras el cuerpo y los pies aguanten.

Si, me declaro adepta. Soy fetichista del tacón de aguja y seguiré vistiendo stilletos, el calzado más femenino, sensual y poderoso que existe.

Si, lo confieso, me causa una extraña embriaguez la idea de calzar un zapato de tacón inverosímil, como si con ello me transformara en un ave zancuda, ensimismada en resaltar su belleza.

Si lo confieso, me declaro presa del la “altocalcifilia”, el gusto por calzar zapatos de tacón alto, sin dejarme afectar lo más mínimo por la teoría freudiana sobre el simbolismo del tacón de aguja. Al fin y al cabo, las teorías de Freud hace mucho que dejaron de ser un referente sólido para la psicología, dado que se basaron más en sus observaciones, elucubraciones y especulaciones que en el propio método científico.

Segura estoy de que si hoy en día el Olimpo volviera a vivir aquella disputa provocada por Erice para ver cual de las diosas era la más hermosa, Hera, Atenea y Afrodita, no lucirían desnudas sin más ante Zeus y Paris.

Con total convencimiento creo, que como icónicas representantes de la belleza femenina, hubieran optado por actualizarse y engalanarse con unos fantásticos, altísimos y favorecedores zapatos de tacón de aguja.

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