TIEMPO DE VENDIMIA

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Paki García -Velasco Sánchez

Una vez terminadas nuestras ferias y fiestas, ya estamos inmersos en la vuelta a la rutina: el cole, el trabajo y como no, lo que ahora toca: ¡la vendimia!!

Y de esta precisamente quiero escribir hoy, ya que hace unos días me encontré con un compañero de cuadrilla y hablando hablando, empezamos a recordar aquellos años en los cuales la recogida de la uva se hacía a mano y no con las enormes maquinas que en estos tiempos existen y que ya empiezan a verse por nuestros campos para recoger la uva más temprana.

Hace no muchos años, aquí en Daimiel, como en otros pueblos llegando estas fechas, la gente nos dedicábamos a buscar cuadrilla para sacarnos unas pesetillas ya fueran para estudios, gastos en ropa o sencillamente para ayudar en la economía familiar; salíamos de casa cuando aún era de noche para llegar al lugar donde nos recogía el tractorista y así llevarnos al plantío de turno.

Lo primero que me viene a la mente es el olor inconfundible a mosto el cual se podía respirar en todo nuestro pueblo durante aquellos tiempos, una cosa que a día de hoy ya no pasa.

En aquellos años, como éramos muchos los que hacíamos la campaña, las calles del pueblo a esas horas tan tempranas tenían mucha vida con el ir y venir de gente para todos sitios, incluso hubo tiendas (aparte de los bares) que empezaron a abrir para que tuviéramos pan del día.

Aquí en el pueblo existían muchas cuadrillas, unas muy grandes y de renombre: el Mellao, los Pinilla, Paquito Lozano, Miguel Herreros, Diaz de Mera, Ricardito Ibáñez, Ángel Ruiz Valdepeñas, Los Galiana, los Lucrecios… etc, y otras mucho más pequeñas y familiares.

Yo vendimiaba con el Mellao, bueno con su hijo al que también llamaban así, el cual contaba con dos tractores, cada uno con su remolque, uno para las uvas y otro para la cuadrilla, este último era muy pequeñito (la caja de cerillas le pusimos), lo bueno de contar con dos es que no teníamos que venir al pueblo encima de las uvas como hacía otra gente, teníamos transporte propio.

Diariamente estábamos, lo que se suele decir, una buena tropa en el tajo y los fines de semana nuestra familia campestre crecía una barbaridad ya que se nos unían: novios, hermanos, amigos etc…, y claro, con tantas espuertas en marcha, cada vez que cogíamos líneo nos llevábamos medio plantío por delante.

En nuestra cuadrilla éramos casi todos jóvenes, salvo nueve o diez personas un poco más mayores, los demás no llegábamos a los veinte años y eso hacía qué a pesar del trabajo, siempre tuviéramos siestas de charlas y entre cepa y cepa muchas risas.

Por aquel entonces tampoco llevábamos la típica pala de la que ahora disponen los  que aún quedan recogiendo el fruto a los plantíos bajos a quien los conserva así y no emparrados, nosotros sacábamos la espuerta llena hasta el final del líneo, la dejábamos y cogíamos otra vacía para seguir con el corte (ese pequeño trayecto  venia genial para poder estirar la espalda un poco) y cuando ya iba quedando poca jerga y escaseaban las espuertas vacías, los chicos se ponían a cargar el remolque, ese remolque lleno hasta arriba y con un colmo infinito que aún no sé cómo aguantaba el susodicho sin caerse a los traqueteos que llevaba el tractor cuando echaba a andar, que esa era otra, cuando este no llegaba a tiempo y se llenaban todas las espuertas, no perdíamos el tiempo ni nos quedábamos parados, no, tocaba vaciar las uvas a una lona que se ponía en el suelo y así seguir trabajando; eso se hacía bien, lo malo era cuando de nuevo llegaba el tractor y había que recogerlas otra vez para volver a llenarlo, que “guarreteo” se liaba y como te ponías de mosto!!

Aunque para malo malo y lo que a nadie nos gustaba era cuando llovía, ya que se trabajaba muy mal con el traje de agua o el capote como algunos llevaban, y es que, aunque ibas seca por fuera, el calor que se condensaba dentro acompañado del barrizal que llevabas en los pies era tremendo, y si entre medias te daba algún pámpano mojado en la cara, ya no digo nada, esos días hacían que la faena se hiciera peor y te dejaras más garulla en la cepa.

Luego estaban los almuerzos, esos que si tenías buen apetito hacían que te pusieras como el quico ya fuera asando en la lumbre o tirando de merendera, eso sí, ¿quién se agachaba a la cepa después de meterse media barra de pan entre pecho y espalda? Así pasaba, que la primera hora hasta que te bajaba la comida costaba doblarse; pero luego venía el «cigarro» (nombre que se le daba al descanso que hacíamos cerca del mediodía) ahí aprovechábamos para meternos a la sombra del tractor o en su defecto hacerle un moño a la cepa y ponernos debajo de ella ,coger el botijo con agua fresquita o la bota con el vino, eso iba a gusto de cada cual, y beber…..y a eso de la 1´30 el pote, ese pote unas veces con chicha y otras viudo (llamado así cuando solo tenía patatas) y que tan rico le salía a nuestra cocinera!! aún nos recuerdo allí de pie a todos alrededor del caldero con la cuchara en una mano y un trozo de pan en la otra, mientras que alguien que tenía el jarro de vino con gaseosa decía: “¡venga chicos que no pare!! refiriéndose a la bebida, en eso que el capataz daba dos golpes en la sartén con la cuchara, decía su típico “Jesús por hoy” y ya podíamos empezar a comer; la suerte que tuvimos es que todos los “amos” de los plantíos en los cuales hemos vendimiado nos llevaban la comida del mediodía y algunos hasta refrescos y cervezas.

Y cuando llegaba el último día todo el mundo y desde bien temprano ya estábamos con la cara negra de la tizne de la sartén jajajajaja, menudo batiburrillo entre eso y el mosto cuando te tocabas un poco porque te picaba, madre mía qué pintas teníamos y que pena no habernos hecho una foto para el recuerdo.

Se trabajaba mucho, pero nos lo pasábamos genial.

Ah, y se me quedaba en el tintero lo mejor, darles una mención especial a las agujetas, esas que a todos nos salían después del primer día y que hacían que en las jornadas posteriores pareciéramos autómatas en nuestros movimientos hasta que los músculos entraban un poco en calor.

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