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Uno del Pueblo
Marcaba cuarenta y nueve grados el termómetro de la Farmacia enfrente de mi casa. Eran más o menos las seis de la tarde en Julio pletórico de sol y calorcica. Las redes sociales anunciaban ola de calor por Daimiel. El personal se acojona, los sudores redoblan sensaciones, qué caló, no he visto cosa igual, el cambio climático termina con nosotros, no hay quien pare, qué barbaridad, que qué me cantas arradio, esto no hay quien lo aguante…
Se ha aguantao toda la vida. Cuando éramos chiquetillos los sesentañeros de ahora, las siestas veraniegas se hacían obligatorias sin leyes ni ná. El sentido común te hacía refugiar en tu casa en las horas de máximo esplendor del astro rey, nadie despotricaba contra nadie, eran días propios de canícula de Virgen de Julio a Virgen de Agosto, toda la vida ha sido así y lo que te rondaré morena. El zaguán, el patio, la cueva, eran espacios naturales concurridos por familiares o vecinos en caso de casas compartidas entre familias independientes, pero dependientes de frescor compartido en los lugares anteriormente referidos. Algún patio incluso con toldo financiado a escote entre las cuatro o cinco familias cohabitantes de la casa en la calle La Estación o en la calle Nogiles. Y un pozo que nunca faltaba donde por turnos se refrescaban las sandías en cubo sumergido mediante carrete o polea con cuerda, e incluso el vino tinto con sifón, bien fresquito dispuesto en la mesa tras izado del susodicho cubo por algún lebrel de la familia, a veces por turno si eran varios hermanos o hermanas, para escribir en moderno.
Qué frescanza, qué momentos tan refrescantes, qué gazpacho con pepino y tomate en cachos flotando en agua fresca del pozo con un poco de vinagre y sal. Se echaban incluso sopones de pan blanco troceado, dos vueltas para que cogiera más sabor y pa dentro, tan rico y tan propio en momentos de muchísmo calor, igual que ahora, pero sin avisos de olas ni de catástrofes solares.
Qué exageración, qué coñazo de avisos de olas que poco más o menos van a acabar con el personal, la Aemet esa no va a poder ni mucho menos con la especie única, la de los humanos, que estamos por «cima» de todos los avisos terroríficos que nos anuncian, así como si fuera la primera vez.
Nos íbamos a la explanada de la estación, la de la Renfe de entonces, a jugar al fútbol, los chiquetes de las calles que confluían más delante de la ermita de San Isidro. Desafíos bajo el sol, a eso de las cinco de la tarde, sin más agua que la de la fuente de la estación, entre los atrevidos deportistas de entonces, la calle San Roque contra la calle La Estación, por ejemplo, allí en la explanada donde ahora se abrazan quienes vuelven y quienes se quedaron, en escultura simbólica entre traviesas y railes, senda añeja de aquellos trenes de vapor y coche correos arrastrado por caballo que nos traían sacas de noticias de nuestros ausentes desde cualquier punto de aquella España querida, dentro de mi alma te llevo metida…
Las cuadrillas de segadores recogían lo sembrado entre trillas, botijos de agua relativamente fresca o alguna bomboncilla recubierta de esparto también con agua, o vino airén de la tierra, vaya usté a saber, sudores de frente empapada en pañuelo de hierbas, con sombrero de paja benefactor y blusa protectora contra los rayos solares que calentaban de lo lindo, sin nivea defensora ni ná, sin sombra alguna en la que buscar refugio…, dices qué, niño, eso si que era ola diaria por «cima» los cuarenta, y con mula delante tirando de la trilla y dejando tras de sí estela de Varon Dandy o Lucky Strike, aromas de la época. Higiene con ambiente saludable y sostenible, en actividad laboral recompensada con pesetas y estrías frontales, carrilleras y pescueceras, ya para siempre, con la alegría, eso sí, de jarrillas de vino en la taberna los sábados al anochecer. Y los domingos, a misa, qué fresquito en la Iglesia, por el amor de Dios.
Nuestros sudores, nuestros calores, nuestros ahogos veraniegos, nos han acompañado siempre, pero no con tanto sufrimiento como en la actualidad. Cuatro o cinco días, antes de que llegue la ola y su corriente te aparte de mí, ya nos dicen, avisan y predisponen para el sufrimiento. In illo tempore, llegaba un día de cuarenta y dos grados y decíamos Josús qué calor, se pasaba el trance de tres o cuatro jornadas y se volvía a la normalidad veraniega. No hay que machacarse por tanta predisposición, no hay que darle vueltas, el calor, pobrecico, también necesita hacerse notar. Y los humanos, podemos con él, sin dudamente, que diría mi cuñao…
Dentro de unos días, «paece que va refrescando» será la frase entre bares, fandanguillos y alegrías. Y con la feria a la vuelta la esquina, que a la noche por El Carmen ya hay que ponerse la rebequilla, vamos que esto está «chupao», que son quince días repartíos en dos meses, poquito crema protectora, muchisma agua, cervecejas y recuerdos a la «borrasca Filomena» de vez en cuando para compensar.
A seguir bien, que de tó se sale…