LA VIDA DE LOS OTROS

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José Ignacio García-Muñoz (Queche)

La vida de los otros, se refiere a la película de homónimo título ambientada en los últimos años de la RDA, en la que un agente de la STASI (servicio de inteligencia comunista que en su momento llegó a tener más de 100.000 agentes) se dedicaba a labores de vigilancia y escucha con el fin de reunir información sobre cualquier persona de cualquier ámbito. Con el paso del tiempo, el protagonista de la película llega a conocer tan profundamente la vida de las personas a las que espía, que se llega a identificar con ellas cambiando su propia vida por completo.

Son las seis de la mañana y algunas estrellas se resisten a abandonar el escenario de la noche. Por el este, subiendo el telón de la madrugada, la luz empieza a teñir la forma de las suaves colinas de Malagón antes oscuras e imprecisas, en un color que pasa rápidamente del negro a un suave violeta, mientras en sus faldas, se desperezan las encinas definiendo su silueta contra el verde primaveral de la dehesa.

La ligera brisa de primera hora mece suavemente la masiega, y aquí y allá aparecen los primeros destellos de plata que un sol adormilado proyecta en las someras aguas movidas por la corriente. El carrizal se llena de cuchicheos, y las enlutadas fochas como madrugadoras feligresas de misa de maitines, comienzan la jornada visitando discretamente el cañaveral en busca del desayuno. Mientras, los flamencos envueltos en su toquilla rosa remolonean hasta que una bandada de gansos con sus estridentes graznidos rompe la paz de la mañana. Es como si tocasen a diana en el humedal, y en poco tiempo las gráciles cigüeñuelas patrullan las orillas reflejando su delicada silueta contra el azul rotundo del agua que replica al cielo.

La malvasía con su aspecto de fiero púgil se alisa el plumaje y en la distancia observa la iridiscencia de un grupo de moritos. Los enamoradizos somormujos comienzan sus danzas de cortejo ante la atenta mirada de azulones cercetas y espátulas. En una pequeña isleta, tres galápagos leprosos envueltos en su primitiva coraza, absorben los primeros rayos del sol estirando sus cuellos al cielo por el que no hace tanto trompeteaban las grullas camino de sus comederos.

Desde su ático en la entrada de Molemocho, las cigüeñas retocan su lecho de ramas y los cormoranes tienden su plumaje al sol en el seco cauce del rio que ha conocido tiempos mejores. Porrones, cercetas, carboneros, escribanos y gorriones salen de casa a buscarse el sustento ante la atenta mirada del aguilucho lagunero. A medida que el sol se quita el pijama, un invisible pintor descarga su paleta impresionista tocando el ranúnculo, los cardos, la salicaria, las amapolas y un ejército de flores que pugnan por encontrar su sitio entre la fronda.

Más allá de La Isla del Pan, al pie del observatorio, los tarayes en deslavazada formación sustentan en sus escuetas ramas la fragilidad de multitud de pajarillos que fugazmente se posan para emprender el vuelo a continuación tras alguna libélula despistada. Zampullines, rabilargos y gallinetas miran con envidia el traje azul del calamón que se asoma entre las eneas con su desgarbado paso, algo que al pato colorado le trae sin cuidado.

Cerca de una barca abandonada testigo de otros tiempos, se contonea la culebra de escalera atenta a la certera jabalina de la garza. Por detrás del Maturro un pato cuchara hunde en la ova su desmesurado pico compartiendo mesa con un porrón moñudo.

Con los prismáticos a un lado y la cámara de fotos al otro, en el silencio solo roto por el crujir de la madera del observatorio, escucho y miro como el protagonista de la película de Florian Henckel todo lo que sucede a mí alrededor, y al igual que el personaje, a medida que pasa el tiempo voy entrando en sus vidas que a su vez van cambiado la mía. Pasa la mañana despacio, pasa el día despacio, pasa el tiempo despacio. Pasa la vida despacio en Las Tablas de Daimiel.

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