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José Ignacio García-Muñoz (Queche)
En psicología neuro lingüística, se llama anclaje a la asociación de un estímulo con un estado de ánimo. Este estímulo puede ser visual, olfativo, auditivo o cinestésico, y basta evocar aquél estímulo para desencadenar una serie de sensaciones que pueden ser placenteras, o bien provocar malestar, ya que los anclajes pueden ser tanto positivos como negativos. Es algo parecido al famoso reflejo condicionado de Pavlov.
Vamos a refrescar la memoria: Pavlov fue un científico premio Novel en psicología y medicina en 1904 que al estudiar los procesos digestivos en los perros constató que, si hacía sonar una campanilla mientras se ofrecía comida a un perro, y este sonido se repetía cada vez que le alimentaban, el perro llegaba a salivar incluso cuando la comida ya no estaba presente; se había producido un reflejo condicionado. Bastaba tocar la campanilla para que el animal lo asociase con comida.
Pero hoy no vamos a hablar de neurofisiología sino de algo mucho menos prosaico. Creo no equivocarme si afirmo que todos nosotros (salvando las distancias) tenemos al igual que el perro de Pavlov algunos reflejos condicionados, unos anclajes firmemente enraizados en algún lugar de nuestro cerebro que nos hacen sentir emociones con solo evocar ciertos olores como los del café recién hecho, el de un perfume, o las notas de una canción de nuestra juventud. Particularmente, no tengo más que escuchar el “Hey Tonight” de la Credence Clearwater Revival para en un suspiro situarme cuando apuntaba la adolescencia, en el paseo del Carmen en plena feria, y rodearme del humo de los puestos de comida, el sonido de las sirenas de las atracciones, y la compañía de Pini, Tito, Ángel, el “Brujo” y Chule, mientras deambulábamos de aquí para allá buscando un lugar en el que gastar nuestra menguada paga. Recordar esto me produce “buen rollo” como se dice ahora. Soy como el perro del experimento, lo cual no supone ningún desdoro; al fin y al cabo uno es “chucho” de nacimiento. Pero hay estímulos, anclajes sujetos en la memoria poderosa de la infancia, esa que uno no pierde cuando la edad hace naufragar los recuerdos y los pone a flotar a la deriva, al capricho del tiempo que es un viento que siempre sopla mar adentro. Hay anclajes repito, que podrían servir para cuantificar el nivel de felicidad de nuestro paso por la vida. Yo de esos tengo muchos afortunadamente, pero hoy voy a hablaros de tres particularmente fuertes. Dos de ellos para mi desgracia ya no existen más que en el tiempo que no en el espacio. El primero estaba en la calle Méndez Núñez y se llamaba “El Cortijo”.Ni siquiera afirmo que sus gambas con gabardina fuesen las mejores del mundo, pero por alguna razón, la señora que se adivinaba encorvada detrás de aquel ventanuco mientras cocinaba, consiguió provocarme un anclaje en ese bar gracias a las mencionadas gambas, que tal vez idealizadas en mi cerebro no he vuelto a probar iguales.
El segundo anclaje, se sitúa en la calle Prim al lado de la casa hoy inexistente que me viera nacer, y me pongo de pie para escribir su nombre: “Churrería Alcázar” .No tengo palabras para transmitir el vendaval de sensaciones que siendo un crio experimentaba al cruzar la calle con la fuente vacía que me daba la tía Pili, y volver con ella llena de tallos recién salidos de la sartén; me rio yo del perro de Pavlov. Durante muchos años, fui capaz una vez por mes de madrugar, y viajar en mi moto desde Madrid hasta Daimiel solo para desayunar media docena de tallos y volverme por donde había venido.
El tercer anclaje, afortunadamente todavía puedo reforzarlo puesto que, y esperemos que por muchos años, aún existe. Se trata del establecimiento que se sitúa en la calle Jesús, y que detenta un apellido que en nuestra casa al menos es sinónimo de disfrute: “Panadería Astilleros” de José María Astillero Garzás. Recuerdo siendo niño a su antecesor en el negocio D. Eduardo y a su mujer Victoria, a cuya ventana tocábamos cuando estaba cerrado y salían a abrirte; algo impensable en la actualidad.
Muchos miércoles descuelgo el teléfono y marco el número de la panadería, y como siempre al otro lado responde la voz vivaracha de Gema “Si, te guardo tres docenas de rosquillas” Gema es la cara visible de Astilleros al menos para mí, y tras su inmaculado delantal blanco se esconde la esencia del negocio: profesionalidad, discreción, y pulcritud, tarea en la que es secundada por Blas, Antonio, José María, Caty, Ángeles, Juani y María.
Tras la portada y como si uno viajase a través del túnel del tiempo, atraviesas el espacio que va de la calle a un patio que como el resto del negocio refulge bajo el sol de justicia, y nadie diría ante la modesta fachada, que allí se elaboran algunos de los productos que se han anclado para siempre en el desván de mi memoria y que han levantado la admiración de cuantos amigos los han probado, tanto, que algunos de ellos cuando pasan cerca de Daimiel se desvían para hacer acopio de cortadillos, pastas de huevo o vino, y alguna que otra hogaza con la que hacer migas o una simple rebanada de pan frito para desayunar. Cosas ricas, naturales y sin tonterías, algo de lo que da fe el hecho de que como te descuides los miércoles te quedas sin rosquillas y los viernes sin madalenas. Astilleros es como prolongar los sabores de la Semana Santa pero todo el año.
Nunca sabe uno donde la vida le va a llevar, ni si la cabeza que hoy medio funciona, algún día cuando los huesos se harten de soportar los años huirá hacia los pliegues de la memoria, pero bastará mirar dentro de nuestros ojos para descubrir un destello de luz, será un momento donde recuerdos y emociones se encuentren en su errático caminar, y tal vez, solo tal vez, nuestro cerebro se encuentre anclado a una lejana mañana en la que frente a un tazón de café con leche saboreábamos unos tallos de Alcázar, o un cortadillo de Astilleros. Gracias por hacer de lo cotidiano algo singular.
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