CUENTO DE NAVIDAD

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José Ignacio García-Muñoz (Queche)

Por el ventanuco de la casilla se podía ver una extensión de viñedo casi infinita. Las cepas ahora desnudas de su librea de hojas, recortaban su silueta parda alineadas contra la bruma como un ejército fantasmagórico y silente despojado de sus armas. En el aire, flotando a merced del viento, unos cuantos copos de nieve trataban en vano de alcanzar el suelo. Frente a la chimenea, el abuelo pasaba el rato entretenido contemplando las sombras cambiantes que el fuego proyectaba contra las paredes; más allá, la abuela al amparo del brasero, se afanaba con el ganchillo tejiendo un gorro de lana para una de sus nietas que dibujaba en un cuaderno a su lado. Despacio, silenciosa, pasaba la tarde, un silencio solo interrumpido de cuando en cuando por el crepitar del fuego que hacía saltar algún pequeño trozo de madera.

Abuelo, ¿por qué no nos cuentas una historia?

Durante unos instantes, el abuelo pareció no haber escuchado, luego, con movimientos lentos se levantó y puso en la chimenea otro tronco de ceporro, se sentó de nuevo, y palmeándose las piernas invitó a sus nietas a sentarse en su regazo. Con voz cascada comenzó: Os contaré la de Rufino.

Rufino vivía en una ciénaga en un país muy lejano, un país donde hace mucho frio en invierno, aunque él nació en primavera con el buen tiempo. Era el último de ocho hermanos, y todo el día lo pasaban nadando y jugando entre los cañaverales despreocupados, ya que su madre se encargaba de vigilar el cielo por si el lagunero se dejaba ver; en ese momento les avisaba con un graznido, y corrían a esconderse en lo más profundo de la vegetación fuera del alcance del temido aguilucho. Y así, entre juegos y chapoteos fue creciendo Rufino, haciéndose cada día más grande y fuerte. Su cabeza y su pico se tiñeron de color rojo, pronto aprendió a volar, y desoyendo los consejos de su madre, desafiaba a sus hermanos a hacer piruetas en el aire cada vez más peligrosas lo que le convirtió en un temerario. En más de una ocasión, su arrojo le llevó a retar al mismísimo aguilucho del que escapaba en el último momento haciendo un vuelo rasante a velocidades increíbles mientras esquivaba las cañas de la laguna. Pasado el verano, los días se fueron haciendo más cortos y el frio más intenso al igual que su osadía. Una mañana, el cañaveral amaneció cubierto por la primera gran nevada del año que anunciaba la próxima partida; sería su primer gran viaje al sur para pasar el invierno, y como cada mañana, salió a buscar al aguilucho para desafiarle, se sentía fuerte y capaz de todo. Le encontró posado en el límite donde los abedules, hace un mes amarillos y ahora desnudos, casi meten sus pies en la laguna. Deliberadamente, llamó su atención con un graznido y emprendió la fuga seguido a corta distancia por la rapaz, y durante un par de minutos dejó que se le acercara. Con la intención de atacar desde arriba, “Circus”, que así se llamaba el aguilucho, ascendió para emprender una bajada vertiginosa y caer por sorpresa sobre Rufino que le estaba esperando volando bajo, cerca del cañaveral. Quiso la mala suerte, que “Sus” el jabalí, anduviese aquella mañana hozando por el lugar, y quiso la mala suerte también, que cuando en el último momento Rufino intentó esquivar la acometida de Circus, fue a chocar contra una de las cañas que a su paso el jabalí iba apartando, cayendo con estrépito entre las mismas. Como pudo, llegó nadando hasta el lugar donde estaban sus hermanos y su madre que, con disgusto comprobó que Rufino tenía un ala rota. A la mañana siguiente, se presentaron en el nido de Rufino los patos mayores que dirigían el viaje al sur-Si en una semana no te has recuperado sintiéndolo mucho tendremos que marcharnos, tendrás una nueva oportunidad cuando los últimos se vayan, y si para entonces no estás en condiciones te deseo toda la suerte del mundo, pero te quedarás solo.

Pasó la semana y Rufino no se recuperó. Una mañana vio como sus hermanos y su madre emprendían el vuelo en la parte de atrás de la uve que, entre graznidos de despedida pronto desapareció detrás de las montañas.

La abuela que había dejado el ganchillo sobre la mesa camilla para escuchar, observó que la pequeña de las nietas parecía estar sufriendo y se levantó de la silla, de la alacena extrajo una fuente cubierta por un inmaculado paño blanco, y ofreció a las niñas una rosquilla que recibieron con la cara iluminada.

– ¿Y qué pasó entonces abuelo?

Pues que los días se hicieron más y más fríos. Cada amanecer las cañas tenían una lágrima de rocío helada en la punta, y a cada jornada se repetía la partida de un nuevo grupo, pero Rufino no se curaba, hasta que llegó el día en que el último grupo se perdió en el horizonte. La laguna quedó en silencio, y solo de vez en cuando se sentía alguna focha trajinar por el cañaveral. Las aguas más someras se congelaron, encontrar comida cada vez se hacía más difícil, y Rufino se fue debilitando poco a poco. Por las noches escuchaba a “Vulpes” la raposa rondar el lugar, y a cada momento temía la dentellada final. Por el día era Circus el que patrullaba recortada su silueta contra el cielo gris, en busca de las cada vez más escasas presas, y la desesperanza se apoderó de Rufino, que lamentaba su soberbia por haberse creído inalcanzable.

Abuelito ¿y qué pasó entonces?

Pues que una noche, Rufino se despertó alarmado. el cañaveral se agitaba por un viento helador que se llevó todas las nubes dejando un cielo limpio en el que se veía una singular estrella. Sin fuerzas, y prácticamente en los huesos por los días de ayuno, Rufino se entregó a su suerte, y sintió como el viento le arrancaba de entre las cañas y le elevaba por los aires cada vez más alto hasta depositarle en la cola de aquella estrella.

La abuela se acercó esta vez con dos vasos de leche calentita – ¡Anda que le estáis poniendo al abuelo bueno de azúcar los pantalones!

Entonces ¿Qué pasó abuelo?

Rufino soñó que a pesar de su ala rota volaba, y durante días viajó hacia el sur a lomos de la estrella hasta que una tarde despertó en un pajar.

¿En un pajar? ¿y qué pasó entonces?

-Sí, en un pajar. En ese pajar, vivían tres personas, y una de ellas José, que era carpintero, le había sujetado el ala rota con unas varillas de madera, mientras que la señora le había estado alimentando, y parecía que el ala se estaba curando. También tenían un niño al que su madre hacía cosquillas con una de las plumas de Rufino que agradecido, se las quitaba de su maltrecha ala para que jugara el niño.

Una mañana, estaba Rufino jugando con el niño, cuando escuchó unos graznidos familiares, y a través de un orificio en el tejado, pudo ver un bando de patos entre los que reconoció a su familia; entonces José, le quitó el armazón de madera del ala, y le invitó a que se uniera con su familia que según le dijo José, descansaba en un humedal pasando el cercano molino de Molemocho. Primero probó con un vuelo corto, aunque le dolía un poco se animó, y en unos minutos se reencontró con su familia que no se lo podían creer.

– ¿Y no volvió a ver al niño abuelito?

-Sí, al día siguiente se presentaron todos en el pajar para dar las gracias, se quitaron un puñadito de plumón cada uno, y la señora le hizo una manta de plumas al niño para que estuviera calentito.

– Abuelito, nos has dicho como se llamaba el señor, pero no nos has dicho como se llamaban la señora y el niño.

– La señora se llamaba María, y el niño Jesús.

Durante un rato el silencio se apoderó de la habitación, en el fuego crepitaba la leña, y afuera los copos de nieve habían logrado alcanzar el suelo cubriéndolo de un manto blanco. La abuela volvió con una manta y cubrió a los tres, se sentó junto al brasero y continuó con su labor.

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