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José Ignacio García-Muñoz (Queche)
Quiero desde aquí dar las gracias y a la vez disculparme. Quiero rendir particular homenaje, a ese anónimo benefactor que, quizá sin saberlo, tantas veces nos salvó del tedio de la tarde a unos niños de polvo y luz que, en nuestra memoria, que ya transita por un tiempo más lejano de lo que nos gustaría, no han olvidado no obstante su generosidad. Muchas gracias por construir aquel albercón, muchas gracias por los árboles que lo rodeaban, muchas gracias por aquella isla en un mar sofocante. Muchas gracias.
A veces, en los reportajes que vemos en televisión, se proyectan imágenes que, partiendo del espacio y en vertiginoso travelling utilizando el zoom de la cámara, terminan por enfocar un lugar concreto aquí abajo en la tierra. Pido al lector que, en un ejercicio de imaginación, recorra esa distancia no ya en el espacio sino también en el tiempo, y se sitúe a las cuatro de la
tarde de cualquier mes de agosto de cualquier año pasado, cuando incluso el rio Azuer todavía llevaba algo de agua.
Había (ignoro si todavía existe), un oasis al que solíamos acudir en nuestra infancia a refugiarnos de los rigores de la canícula durante los tórridos veranos manchegos. Un lugar, en el que el tiempo se detenía bajo el conjuro de las risas y el chapoteo. De ropa amontonad sobre la roja tierra, no fuese que se mojara con las salpicaduras y delatase de vuelta a casa nuestra incursión en lugar prohibido.
Corría la década de los 60/70, cuando atravesando campos sedientos, y bajo un sol de justicia, mis primos Tito y Ángel, mi hermano Pini, más Chule,” El “Brujo” y un servidor, poníamos rumbo al albercón de “Los Cabanes”. Siempre me quedó la duda, de si aquello era legal…Bueno, el término “legal” no figuraba entonces en nuestro diccionario particular, pero si lo consideramos como aquello que es conforme a derecho, entonces sí podíamos encajarlo en nuestra legislación, ya que, derecho a no pasar calor en aquel hirviente paisaje más que derecho era una necesidad casi vital. Durante un par de horas, te sentías congraciado con el mundo y dueño de tu destino. Desde allí, se podía divisar una porción de la inabarcable llanura, casi un mundo, el “Finís Terre” de la Mancha.
Las curianas, mudos testigos de nuestra presencia, subían desde el fondo para tomar aire acompañadas de su cohorte de pequeñas burbujas al igual que las rémoras de un tiburón acompañan al escualo, para acto seguido, volver a sumergirse con aquel gracioso movimiento que su particular propulsión les otorgaba moviendo el culo de un lado a otro. Una ligera, leve, apenas perceptible brisa surgida de no se sabe dónde, acariciaba la piel mojada mientras en silencio, para no llamar la atención, recorríamos una y mil veces el diámetro de aquel circulo rodeado de cemento dentro del cual, y a la sombra de tres colosos que detenían el fuego, reinaban la paz y el silencio. Fuera, la luz y el infierno.
Paredes cegadoras,
calles ardientes.
Patios de agua y de sombra,
de azulejos y de fuentes.
Se desploma el horizonte
sobre besanas y montes.
Cielo y tierra se juntan
donde hierve el horizonte.
Obstinada la chicharra
rompe el silencio.
La tarde pasa despacio,
se escucha el tiempo.
Amarillean los trigos,
madura el mosto.
Se rompen las voluntades…
tarde de agosto.