EL MISTERIO DEL ALBERCÓN

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Miguel Galanes

Después de haber escrito la novela, Cauce de la desolación, me anduvo rondando durante un largo tiempo el recuerdo de aquel albercón que nunca he dejado de identificar y hacerlo misterio en mi vida. He vuelto a él, pero ya es otro. Otro en la forma, pero el mismo en ese fondo que aún permanece en mí y me protege. Volví a él sin saber a quién pertenecía, ni entonces ni después en mis posteriores reencuentros. El albercón existe y sigue siendo el rincón del solitario. Pasó el tiempo, y mira por donde fui a dar, de la manera casual, con su propietario. Ruina de entonces. Ahora, no. El misterio del albercón.
No es fácil encontrarse con personas que, además de ser buenos conversadores, amen la naturaleza y le concedan carta de respeto y de credibilidad. La grandeza del hombre solitario se resguarda en su silencio y en su capacidad de selección. Después habla el tiempo, y el espacio es el que responde a ese silencio. El espacio del misterioso albercón.

De igual manera que le sucede a Iluminado de Néminis en el momento de la tormenta en Cauce de la desolación: “Sentado en uno de los tantos troncones que por allí rodaban dispersos entre podredumbre y óxido, sirviendo de bastión de hormigueros y ratoneras, Iluminado, amorrado, con el fin de pasar inadvertido, aquella mañana no había querido saludar a Pedro, tampoco a su padre. Ahora, cuando tantas veces lo había hecho, le era imposible. Su ánimo, abatido por las circunstancias, no era como el de otros días. Así que, oculto en el albercón, que servía de almacén de toda la mierda que por allí se acumulaba, entre tanta hojarasca, entre los mazacotes de cepas, como muñones y sarmientos, en un desconcierto de largos dedos, los restos de un motor y bolsas de plástico –una verdadera escombrera-, decidió por la soledad del rincón, entre toda aquella reseca maraña.(…) Néminis, dentro del albercón recostado, con más pena que gloria, en aquella hondonada aparentemente protectora, pensaba en si lograría escapar sano y salvo de aquel atolladero;” fui a dar con quien, hablándole de la novela y del suceso del albercón, lo conocía y era su propietario. Pude creérmelo por el entusiasmo con el que me lo contaba. No podía ser y sí podía ser. Invención ninguna. Conociendo a Julio de la Flor Ortega quise saber más de aquel entorno, de cuanto desconocía de aquel albercón. Desde los Ojos del Guadiana y el molino de Zuacorta volveríamos a aquel paraje, después pasaríamos por los molinos de El Nuevo y el de Griñón, hasta llegar al de Molemocho. De lo que me dijo del albercón me quedaría el mismo misterio, pero esta vez vestido y bautizado con dos nombres: El penal y El herradero. Una historia de hombres y su castigo, y otra historia de animales con el suyo. Hablamos de la naturaleza y nos prometimos, después de habernos salvado de los peligros de los Ojos del Guadiana y sus trampas misteriosas, seguir tras los misterios y las brujas en el Quinto de la Torre y en el Cachón de la Leona. El misterio del albercón y la soledad del hombre que lo completa.
 
 

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