LAS BICICLETAS SON PARA EL VERANO

1

 1,583 visitas,  2 visitas hoy

Manuel Molina

Pues ahí está la vieja bicicleta, con las ruedas sin apenas aire y el polvo del invierno. Situada en un rincón del patio donde los azulejos brillan con la luz que cae naranja desde el tejado de uralita. Colgada ha pasado demasiados veranos, envuelta en algunas cintas blancas al lado de las grandes macetas de hojas verdes. Reposa con paciencia esperando que la locura pare, al menos durante dos semanas y le permita volver al camino. Con el dedo índice haces girar una de sus ruedas y obedece como siempre ha hecho. El sonido es denso, como atascado, pero la llanta da vueltas hasta detenerse. Esta bicicleta siempre ha sido fiel, como un Rocinante de metal que ahora envejece pero que tuvo un tiempo que volaba entre los viñedos preñados y las calles. Calles que ardían en juventud cuando llegaba la noche. Cuando los grupos bajaban puntuales a tumbarse y sentir el verano en las dunas verdes del parque de La estación. O que acudían con sus mochilas y toallas a la piscina municipal para mezclarse entre música de casete y latas de cerveza. No había día, de últimos de junio a primeros de septiembre, que pasara tranquila esta vieja bicicleta. Que no deambulase por las esquinas con bolsas en su manillar repletas de merienda con destino a alguna alberca donde pasar la tarde. Donde confesar y reírse de las preocupaciones propias de los veinte años con sabor a cloro y crema solar. Sin llamadas ni correos electrónicos, sin mayor nostalgia que un futuro que está por construir. Allí aguardaba tumbada a la sombra de algún árbol a que la piel de sus dueños se arrugase por el agua.

Ahora la observas apoyada en la pared, con las ruedas aplastadas y la cadena desengrasada. La pintura resiste, pero empieza a cuartearse en algunos rincones. Pasas la mano por las pegatinas descoloridas y recuerdas el momento exacto en que las pusiste. Eso te lleva de repente a las calcomanías en los brazos y los carteles de Frigo en los quioscos del parque. Guardas en la memoria el día que elegiste esa bicicleta entre una treintena amontonada. Antes no había catálogos especializados ni esa cultura tan «profesional». Llegabas al taller y el dueño vestido con mono azul te conducía hasta una habitación donde las bicicletas estaban de pie, esperando a quién las liberase. Te la llevabas puesta y en ese momento sentías que todas las distancias se achicaban.

Fernando Fernán Gómez escribió una obra de teatro titulada «Las bicicletas son para el verano» y no hay mayor símbolo de nuestra esencia que una bicicleta atravesando caminos de tierra bajo el sol. Las pinzas en los pantalones de los viejos que pedaleaban por las calles de los primeros años noventa. Aquellos cestillos cargados de hortaliza y las rodillas de los niños impregnadas con Mercromina. Esa sensación de pedalear sin ruedines, de haber conseguido aprender algo que te acompañará de por vida. La sonrisa que se aleja de quien te ha enseñado y se queda en mitad de la calzada aplaudiéndote. La sensación de libertad…

Compartir.

Sobre el autor

1 comentario

Déjanos un comentario, no hay que registrarse