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Manuel Molina
Esta semana no toca conducir. El sol refleja en la ventana del copiloto y las hileras verdes (cada vez más alambradas y altas) pasan rítmicas como la manecilla de un metrónomo. El olor espeso del mosto ha empapado septiembre y las calles se han vuelto a inundar de sonámbulos estudiantes con la cabeza gacha. Como cada año vuelvo a tener la misma la sensación de que la feria deja atrás la luz del verano y abre de golpe el principio del todo, es como acostarse con una noche plagada de estrellas y despertar en día lluvioso.
Aquel primer año del recién estrenado siglo XXI aguardaba en una esquina como el soldado ingenuo que acude a la batalla con la ilusión de convertirse en héroe. Quizás la gasolina para motivarme era la propia búsqueda de una madurez que albergaba en las gargantas de aquellos que antes que yo habían doblado el lomo sobre la tierra. La noche anterior mi madre dejó preparadas las tijeras sin estrenar, el bolso de comida rebosante y la sudadera Joma gastada en aulas de instituto. Sentado en el poyete de la puerta mi padre fumaba un cigarro con media sonrisa del que sabe lo que me espera y espera que no se cumpla lo que sabe. “Me parece bien, así conocerás lo que pesan los libros en la mochila”, me diría la tarde que le llegué con el cuento de que ya había encontrado cuadrilla. La intención no era otra que cumplir como los jóvenes de mi generación y tener el orgullo de pagarme la matrícula universitaria. En aquella época parecía glorioso llegar tarde al inicio del curso con las orejas peladas por el sol y los antebrazos curtidos de rasguños.
La carretera avanza con la duda cotidiana de lo largo que se hará el día. Entre los cambios de rasante nos vigilan a lo lejos los techos de las fábricas, y el rocío mañanero dota de brillo el alambre que sujeta las parras esperando a ser devoradas. Comparto con mi compañero el recuerdo del SMS que recibí sobre el atentado de las torres gemelas bajo la sombra del tractor.
- La vendimia tenía eso, el mundo podía estar cayéndose a pedazos y para nosotros solo había una cepa tras otra.
La primera mañana de faena apareció fría, con un cielo grisáceo que no terminaba de imponerse sobre el alumbrado público. Una vez estuvimos de acuerdo en ir de pareja solo quedaba encontrar un “amo” (jamás me gustó ese término) que diera cobijo a dos novatos estudiantes que buscaban echarse al bolsillo días de trabajo y jornal. El remolque venia tapado a medias por una lona verde que le daba aspecto de diligencia del Oeste, y las cajas vacías de cerveza donde sentarse estaban ocupadas al cobijo, por lo que tuve que permanecer de pie, agarrado de la chapa de un lateral. Mi amigo me saludó con gesto insípido desde el fondo, parecía más flaco y encogido, como si pretendiera ocupar el mínimo espacio. Los rostros sonámbulos intentaban retener algunos minutos más de sueño engullidos en cazadoras viejas o gorras de publicidad. Antes de que el tractor penetrase en los caminos, las calles bullían plagadas de cuadrillas pintorescas que se agolpaban puntuales en portadas de cochera o barras de bar.
Una vez nos detuvimos frente a la casilla y dejamos los bártulos al lado de la chimenea, vimos temerosos desde el portón de madera un manto de verdes señoras esperando a ser despojadas de sus pendientes dorados o tintos. Espuerta negra de goma con las iniciales pintadas, un liño por delante que se perdía entre olivas y el frio colándose por la sudadera vieja, todo aquello generaba una sensación distinta en mis manos; aspereza, humedad, desgaste. Con más voluntad que eficacia seguimos la inercia de un hombre que fumaba sin tocar el cigarro con los dedos y abría las ramas de la cepa como si fuese a destriparla. Tres días tuvieron que pasar para que cada tendón de mi cuerpo olvidara los pinchazos de las agujetas y mis ojos al cerrarlos no visualizaran racimos y hojas.
Dentro del coche resuenan las carcajadas de mi compañero, no entiende el porque de contar día por jornal o la alegría de amanecer lloviendo a cántaros. Le explico la importancia de elegir buen lado en la sartén y el respiro que te daba un hueco en el liño, sobre todo previo cigarro de las cinco de la tarde. Con la radio escupiendo el programa matinal y antes de coger la rotonda que nos lleva directos al parking del polígono, nos cruzamos con una máquina que engulle entre sus fauces de herradura un viñedo emparrado. El ruido del motor nos ha dejado en silencio.