PINTAR EL CIELO

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José Ignacio García – Muñoz (Queche)

Con el estoicismo de aquél que atesora una sabiduría infinita guardada en los pliegues del tiempo, la naturaleza nos da todos los días una lección de humildad, de aceptación y de sosiego.

Había advertido unas horas antes haciendo restallar en la lejanía su látigo el relámpago, y el fulgor resbaló por las suaves laderas de la sierra de Malagón. El viento habló con los árboles, y estos empezaron a agitar las ramas furiosamente haciendo sonar las hojas. Las cigüeñas, heraldos del buen tiempo, se revolvieron inquietas en su nido. El cielo se borró, y el agua azotó el suelo arrastrando algunas voluntades.

El trigal orgulloso; quizá soberbio, se alzó contra el agua hasta que sometido se inclinó a su paso, y por doquier, personas y paraguas corrieron por las aceras buscando al igual que fochas, ánades y rabilargos un lugar en el que guarecerse.

El cielo inmisericorde, con transparente metralla barría las baldosas de la plaza mientras la Manola llenaba su cornucopia. Pronto las calles, incapaces de beberse el chaparrón se convirtieron en un espejo replicando la ciudad en la superficie de los charcos; pero yo sabía que era una provocación, un intento de seleccionar a aquellos que seríamos testigos de la función de tarde: una de esas en que el sol, toma la paleta, los pinceles, y se dedica enardecido por los truenos a pintar la panza de las nubes inventándose colores que no existían.

Luego, poco a poco, mientras en el masegal retornan los cuchicheos, envuelto en rojo fulgor se retira hacia el oeste para contemplar en perspectiva su obra y estrenar, quizá en otra parte del cielo un nuevo lienzo.

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