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Paki García Velasco Sánchez
Fotos sacadas de internet
Hoy, mientras me detenía frente al escaparate de la joyería, se me ha venido a la cabeza un flashback, llevándome a recordar lo que una vez existió entre las cuatro paredes de este mismo local, y que no es otra cosa que el establecimiento de Emilio Aguirre. Un rincón lleno de historias, de conversaciones y de sueños que, aunque hoy parecen lejanos, aún guardan ese toque de magia que hizo de aquel lugar algo único.
El comercio en sí, era un lugar pintoresco que se encontraba situado en pleno centro del pueblo, más exactamente (y como todos sabéis), en el número 1 de la calle Monescillo.

Recuerdo que en este local tenían de todo para hacer las mil y una labores que pudieras imaginar: desde aquellos librillos para hacer punto de cruz o punto yugoslavo etc… a cremalleras, cintas de raso, lazos para el pelo, tijeras de todos los tamaños, entretelas para las costuras de turno, carruchas o madejas de hilos para bordar y de colores que parecían infinitos, bastidores, puntillas, medias, hules, lanas, abanicos, hebillas de todas las formas que quisieras, horquillas y agujas (estas últimas tanto de costura como de hacer punto o ganchillo), incluso también tenían esas agujillas tan especiales para las novias, esas que ponían en el ramo de flores y que después la susodicha repartía entre las invitadas a su boda. Y por supuesto, como de antes se cosía bastante y nos hacíamos nuestra ropa, cómo no acordarse de aquellos botones que forraban con tanto esmero, dándoles un toque especial y único y que iban a juego con la prenda de turno.
También, y para regalar a las novias (aunque cualquiera que quisiera podían comprarlos), contaban con gran variedad de juegos de café, vajillas, cuberterías, y aquellas imágenes religiosas entre las que había varias del Niño Jesús, esas que hace unos años todo el mundo ponía en la cómoda del dormitorio.
También recuerdo que cuando llegaban estas fechas de la Semana Santa, veías los capiruchos y cordones de los nazarenos colgados de una barra que tenían encima del mostrador, mientras que las cruces y demás aparejos de las diferentes cofradías, se encontraban expuestos detrás de ellos.

Otra cosa que se me viene a la cabeza, son aquellas múltiples y pequeñas cajitas con botones en donde y cuando ibas a por alguno, pasabas al rincón donde se encontraban para así mirar el que tenían de muestra pegado en ellas. Algunos eran tan bonitos y originales, que bien podían haber pasado por sendos pendientes.
¡Cuántas veces habré ido a por hilos para mis bordados o los de mi prima Angeli! Y no solo eso, también era el lugar al que acudía para comprar ovillos de hilo de Perlé, esos con los que mi abuela se pasaba horas haciendo los piquillos a los trapos de cocina. Aún la recuerdo allí, sentada junto a mi madre, al lado de la ventana del comedor que era donde había más luz, y con sus manos tan hábiles que no paraban, trabajar con esos hilos mientras contaba algunas historias de antaño. Esos pequeños detalles, son momentos fundamentales de lo que muchos hemos vivido.
¿Y que me decís de aquellos enormes escaparates que daban a la calle y que estaban llenos de hilos y todo tipo de materiales para hacer labores? No había cosa que necesitases que no tuvieran allí.

¿O aquellas vitrinas de cristal que se encontraban en ambos laterales del comercio? esas vitrinas tan cuidadosamente decoradas y que brillaban por sí solas con la variedad de artículos que en ellas encontrabas. Podías descubrir desde delicados objetos artesanos, hasta pequeños detalles llenos de significado, ya que siempre estaban rebosantes de regalos y otros elementos que, a todos los que íbamos allí, nos fascinaban y nos tenían embobados. Y es que cada vez que pasabas a comprar algo, aprovechabas para echar un vistazo a lo que allí se exponía, porque sabías que, cuando llegara el momento de hacer un presente, ese era el lugar indicado para acudir a por él.
También quiero hacer una mención especial a la mítica vajilla con el dibujo de Las Tablas de Daimiel, esa que se hizo tan famosa y que tenía un pato volando, esa que mucha gente aún tiene en sus casas y de la que me atrevería a decir sin equivocarme, que seguramente vendieron muchas, muchísimas en aquellos años.

Y ya que hablamos de esa vajilla, no podemos olvidar el famoso reloj de pared que llevaba el mismo diseño del pato volando. ¡Quién no ha tenido o visto uno de esos relojes colgados en la pared de alguna cocina! Ese reloj siempre puntual y fiable, que acompañaba tantas y tantas horas de charlas familiares, marcando el tiempo de una forma tan entrañable.
Seguramente, a alguno de los que estáis leyendo esto, os habrá dado la hora más de una vez, mientras cocinabais, organizabais la casa o simplemente charlabais con vuestra familia. Esos pequeños detalles tan sencillos, pero tan significativos, tienen una manera especial de quedarse grabados en la memoria, de formar parte de esos pequeños rituales cotidianos que nos definen y nos conectan con lo que hemos sido y lo que seguimos siendo. Sin duda, esa vajilla y ese reloj son símbolos de una época, de una tradición, y siguen estando presentes en muchos hogares, manteniendo vivos aquellos momentos.

También recuerdo con mucha ternura todas esas jaulas con pajarillos que tenía colgadas por la tienda. ¡Qué bonito era entrar y escuchar esos trinos alegres que llenaba el aire! ¡cuánta vida y alegría daban al lugar esos pequeñines con su canto incesante!! Las jaulas, dispuestas por todo el comercio, creaban un ambiente y una atmósfera tan cálida y acogedora que incluso hacían que te quedaras más tiempo de lo planeado, simplemente disfrutando de ese sonido tan característico y lleno de vitalidad que llenaba todo el negocio.
Sin duda aquellos pajarillos, fueron un detalle entrañable y único que hizo del comercio de Emilio Aguirre un lugar aún más especial, un sitio donde no solo se compraban cosas, sino donde también se respiraba alegría en cada rincón.

Por último y lo más importante, ¡cómo olvidarnos de los vendedores!! Esos que siempre tenían una palabra amable contigo, ¡ellos son el verdadero corazón de estos establecimientos! y es que no solo vendían productos, sino que te hacían sentir que eras parte de una comunidad, ya que conocían a los clientes por su nombre y en muchos casos recordaban las preferencias de cada uno de ellos.
Aún recuerdo a todos y cada uno de los dependientes que siempre que ibas te atendían con una sonrisa y una simpatía innata en ellos. A Emilio, Fernando, Pepe o Ramona, todos constantemente detrás de aquel enorme mostrador de madera, en el cual y debajo de él, tenían el papel con el cual te envolvían las compras realizadas, ¿recordáis ese papel y como llevaba el nombre del comercio inscrito?
A Ramona siempre la recordaré con aquel metro de madera en la mano, manejándolo con una maestría increíble. Cada vez que le pedías goma, hule o cualquier otra cosa que tuviera que medir, lo hacía con una habilidad tan natural, que alucinabas con su destreza.

Y estos son los recuerdos que tengo de aquella tienda, recuerdos llenos de vida, de colores y de cantos, recuerdos que ahora resuenan en mi interior con nostalgia y cariño, como si el tiempo nunca hubiera pasado. Y es que era un comercio con un encanto especial, con raíces, tradición y calidez humana. Un comercio con sello distintivo y muchas historias vividas dentro de él.
Todo esto es lo bueno que tiene el comercio local, y es que es mucho más que un intercambio de bienes; es un lugar donde se cultivan amistades, se mantienen vivos los valores del trato cercano y sobre todo se crea un lazo invisible entre las personas. En cada vitrina, en cada escaparate, en cada conversación, en cada detalle… se esconde el espíritu de una ciudad, ese que nunca pierde su esencia, una esencia que, aunque parezca efímera, perdura para siempre en el corazón de quienes la viven.