CIMIENTOS DE LA MODERNA TAUROMAQUIA. ESTADO DE LA CUESTIÓN.

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José Ignacio García – Muñoz (Queche)

Vamos a poner la referencia en el siglo XVIII, porque fue una época donde se fraguaron grandes cambios en el mundo de los toros que a la postre terminaron de configurar lo que entendemos por toreo en su concepción moderna.

Las corridas de toros en aquellos tiempos eran muy diferentes a como lo son ahora, tanto, que si asistiésemos a una de ellas viajando en el tiempo quedaríamos asombrados. Era mayoritariamente una empresa caballeresca practicada por caballeros, y el toreo a pie no se consideraba como tal. Hasta tal punto considerado caballeresco, que si durante el transcurso de la corrida, el caballero era desairado por el toro en su vestimenta, atalaje, montura, o era derribado del caballo, debería echar mano a su espada y herir al toro con la misma sin ayuda de terceros salvo que lo pidiera. Era lo que se denominaba empeño a pie, pero en ningún caso hasta llegar ese momento, se utilizaba nada diferente de lanzas y rejones, y las artes de torear daban reglas más o menos rigurosas sobre tal obligación y los motivos suficientes para tomarlas; básicamente la lidia era a caballo, alanceando o colocando rejones y echar pie a tierra una excepción.

Resulta difícil cambiar la imagen que la cultura colectiva ha dejado en nuestro cerebro, e inmediatamente imaginamos al torero con su muleta o capote dispuesto a enfrentarse con el toro, pero es que entonces no existían las muletas tal como las conocemos actualmente, ni la concepción de faena moderna, ni la suerte de matar. Existían cuadrillas de “matatoros” de a pie, que asistían a los caballeros cuando lo necesitaban, pero eran considerados matarifes, gente con poca categoría y muy alejados de lo que se consideraba un caballero.

En un momento dado de nuestra historia que va ligada ineludiblemente a la de los toros, se producen sucesos que lo cambiaran todo. La primera corrida de toros de la que se tiene constancia documental fue en 1215 en Cuellar (Segovia) y normalmente se celebraban con motivo de hechos relacionados con la familia real como coronaciones, nacimientos, victorias militares, o canonizaciones de santos, pero con el Borbón Felipe V, se produjo la primera prohibición a la nobleza de alancear toros, algo que continuaron sus sucesores Fernando VI y Carlos III siendo este último a través de la Pragmática Sanción el que fue más lejos prohibiéndolos en todo el reino exceptuando aquellas corridas que tuviesen por finalidad acciones caritativas, piadosas o útiles; es decir benéficas.

Este momento es decisivo, porque aquellos matatoros de los que hablábamos antes toman el relevo de los caballeros, pero no esperen ustedes encontrase con diestros vestidos de luces antes al contrario, vestían con ropas vulgares ya que el traje moderno de torear no existía; algo a lo que uno de los protagonistas de la serie que publicaremos próximamente, puso fin más adelante.

Estos matadores de toros no tenían el menor reparo en asestar bajonazos o estocadas atravesadas en cualquier parte de la anatomía del toro, incluso lo hacían desde la barrera ya que su finalidad no era el lucimiento artístico, sino una simple demostración de habilidad no siempre acompañada de valor o arte en la concepción moderna del término.

Tenemos pues, que los de a caballo fueron perdiendo protagonismo, y los de a pie no practicaban el toreo como lo entendemos ahora; es más aquello no se podía considerar toreo porque ni muleta tenían, ni había un orden en la lidia, ni ningún canon al que ajustarse. Fue un oficio que hubo que aprender desde cero ya que nadie sabía cómo se hacía aquello. Olvide usted las chicuelinas, las verónicas, los naturales o el matar recibiendo porque no existían. La cosa consistía en pegar cuatro mantazos al toro quitándose de en medio, y a la menor oportunidad pasaportarlo sin el menor interés en el lucimiento. Existían las medias corridas (ocho toros), y corridas enteras (dieciséis), llegándose en ocasiones en un solo festejo a lidiarse treinta o más toros en jornada de mañana y de tarde; y eran los lunes los días elegidos por considerarse los domingos inhábiles, salvo fuerza mayor o conveniencia. Hasta que irrumpieron en la historia los protagonistas de esta serie que nos aprestamos a publicar; fundamentalmente Costillares y Pepe Hillo que, junto con algunos otros sistematizaron lo que son hoy las corridas de toros, y sentaron las bases del toreo moderno todo fue muy diferente; desde la invención del volapié a la muleta, pasando por el vestido de torear por citar algunos ejemplos, la tauromaquia fue cambiando lenta pero inexorablemente, e incorporando cuantas novedades fueron aportando los nombres propios que escribieron su historia.

El toro de la época, no tenía las características de embestida que la moderna ganadería ha conseguido, y desde luego nadie se preocupaba por analizar su comportamiento en la plaza más allá del momento de la lidia a un animal concreto.

Existían los toros vascos y navarros. Los castellanos y los andaluces, cada uno con su idiosincrasia particular; como la casta Jijona de nuestra vecina Villarrubia De Los Ojos ya desaparecida, y una de las más antiguas de España. Fueron de preferencia de los matadores los toros andaluces por ser más suaves de embestida, al contrario que los castellanos más broncos y complicados; aunque hubo toreros como el rondeño Pedro Romero, uno de los que serán protagonistas en esta sección, que no manifestaron preferencia alguna matando todo lo que se les echara por delante.

Llegados a este punto, cabe señalar que a lo largo de la historia de la tauromaquia se han repetido tres arquetipos de toreo; a saber: el artista, el dominador, y el valiente o temerario con tintes más o menos tremendistas. En esta serie podríamos encuadrar a Costillares como el artista, Pedro Romero como el dominador, y a Pepe Hillo como el valiente, algo que más adelante se repitió con Joselito, Juan Belmonte y Sánchez Mejías como protagonistas, y que en la actualidad pueden encarnar muchos toreros que ustedes sobradamente conocen.

Merece un punto y aparte Don Juan Belmonte del que ya hablamos en la serie de toreros de leyenda que tienen ustedes publicada en este su periódico, y que hizo una aportación decisiva a la fiesta que está en la base del toreo moderno.

Resulta, que el toro tiene visión dicromática es decir, ve solo dos colores primarios, y por tanto un espectro limitado para distinguirlos. También como herbívoro, tiene situados los ojos en los laterales al contrario que los depredadores que los tienen frontales lo cual les dota de una visión muy particular. Si superponemos los ángulos de visión frontales resultan dos conos a partir del punto en que se cruzan. Uno situado justo delante del toro más o menos a 2,5 o 3 metros y que para el animal es una zona ciega, de modo que si nos situamos en esa distancia y entre los dos pitones el toro tiene serias dificultades para vernos hasta que entramos en el ángulo de alguno de los ojos; y aquí reside la justificación fisiológica del concepto de cruzarse con el toro al pitón contrario, y fue Belmonte el que utilizó este conocimiento basado en la observación, para componer la urdimbre de su toreo que, posteriormente otros han aprovechado.

Resulta también, que el toro es hipermétrope (ve borroso de cerca), y también los hay que apuestan porque también son astigmáticos; algo que no está del todo demostrado aunque la universidad de Murcia tras el estudio de más de 70 toros lo anda estudiando. Lo que sí parece claro, es que tiene dificultades para distinguir contornos por lo que embiste al bulto en movimiento ante lo que considera una amenaza, aunque de lejos tiene una visión normal.

Si trazamos una línea entre los dos pitones tenemos que, torear al hilo del pitón, consiste en torear (mostrar el engaño) por el lado más próximo al torero, algo fundamental para ligar los pases aunque mucho más expuesto; mientras que cruzarse al pitón contrario sería ofrecer la muleta por el ángulo de visión del otro lado con lo que el toro sale más abierto. Es lo que se ha venido en llamar toreo de reunión, o toreo de expulsión; algo que se hace con los toros tobilleros o que se revuelven, dejando el hilo para los más francos o boyantes, o para aquellos toreros más arriesgados que quieran dotar de emoción extra su toreo.

Vamos a dejarlo en este punto, aunque volveremos puntualmente cuando lo requiera la cuestión, y les emplazo para la próxima entrega en la que entraremos en la vida de Costillares, su aportación al mundo de los toros, y sus disputas con Pedro Romero; representantes de la escuela sevillana y la de Ronda respectivamente y que mantuvieron rivalidad en la plaza y fuera de ella, no solo por cuestiones relacionadas con la tauromaquia, sino por razones más viscerales, ya que, Costillares relegó a un segundo plano en lo taurino(pudo con el) a Juan Romero padre de Pedro Romero, y este de alguna forma se resarció haciendo lo mismo con Costillares siendo testigo de excepción Pepe Hillo

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