CUENTO DE NAVIDAD. ABUELO CUENTAME UN CUENTO

0

 287 visitas,  1 visitas hoy

José Ignacio García-Muñoz (Queche)

La madrugada de finales de diciembre era plomiza. Como si hirviese el suelo, una niebla espesa humeaba envolviendo a Oblitus que, caminando dificultosamente entre las basuras parecía un espantapájaros desarraigado de la tierra. Al remontar la montaña de desperdicios resoplaba intentando recuperar el resuello, y grandes bocanadas de vaho salían de su boca, como una vieja locomotora de vapor que trabajosamente ganaba altura. Vestía abrigo de un color gris macilento por cuyas desbocadas mangas, asomaban deshilachadas las puntas de lo que en tiempos mejores habían sido unos guantes de lana, unos guantes que no daban abasto para calentar los dedos amoratados y adormecidos por el frio. Una bufanda colgaba desde sus hombros como una gran serpiente, lacia, inerte, rozando de vez en cuando el montón de desperdicios; como si también quisiera buscar entre aquel maremágnum de deshechos cada vez que su propietario doblaba trabajosamente el espinazo intentando desenterrar algún tesoro oculto entre la basura.

El silencio era absoluto quebrándose solo por un instante cuando por la ladera, desenterrada, rodaban una lata o una botella hasta quedar retenida entre la porquería unos metros más abajo. Parecía nuestro protagonista el último hombre en la tierra, superviviente de algún cataclismo, de alguna hecatombe que hubiese destruido todo signo de vida, algo a lo que contribuía la espesa columna de humo que procedente de la chimenea de la incineradora ascendía buscando el azul más allá de la niebla.

El sol finalmente consiguió rasgar las nubes, y sus rayos, como si fueran los focos en un teatro, encontraron el lugar por el que colarse hasta posarse sobre los hombros de Oblitus que incorporándose los recibía como el actor de una trágica escena representada para un koilon compuesto por gatos, ratas, y multitud de aves que compartían en silencio la representación.

Cuando hubo llenado la bolsa de plástico con cuantas cosas consideró de interés, comenzó a bajar con cuidado la montaña de basura mientras con desgana a su paso, decenas de pájaros levantaban brevemente el vuelo emitiendo pequeños graznidos para volver a posarse un poco más allá .Una vez en la base, depositó su tesoro en un destartalado carro de supermercado que, al igual que nuestro protagonista había conocido también tiempos mejores transportando la compra que alguna familia había adquirido en algún luminoso centro comercial. Ahora, con una rueda dañada que giraba loca, compartía cojera con quien lo empujaba cargado de cosas que uno no imagina poder llegar a necesitar nunca.

Traqueteando, y atascándose de vez en cuando en las roderas que la lluvia había dejado en el camino, avanzaba Oblitus hacia la salida cuando vio venir de frente un coche a gran velocidad. Tuvo el tiempo justo de apartarse para no ser arrollado mientras con estrépito, el carro y su contenido caían al lado del camino.

Del coche bajaron dos personas que arrojaron pesadamente un bulto de lona al montón de basura, y con la misma celeridad con que llegaron se marcharon.

Andaba Oblitus colocando la carga de nuevo en el carro, cuando le pareció escuchar algo parecido a un quejido. Por un momento contuvo la respiración para escuchar mejor, pero solo el graznido de las aves que más arriba se disputaban algún resto llegó hasta sus oídos.

Continuó empujando su estrambótico carro hasta que de nuevo, se detuvo alertado por lo que parecía un gemido a sus espaldas. Con paso lento, aguzando el oído, desanduvo el camino hasta llegar al punto en que los hombres se habían detenido. Los gemidos parecían provenir del interior del saco de lona que estos habían arrojado, algo que confirmó al ver moverse la lona. Miró a ambos lados asegurándose de que nadie más anduviese por allí, y con precaución se acercó al saco que ahora se movía ostensiblemente. En voz alta Oblitus preguntó < ¿hay alguien ahí? > Pero solo obtuvo un lastimero gemido por respuesta. Extrajo entonces de su bolsillo una navaja, y comenzó a cortar cuidadosamente la lona en cuyo interior, algo se agitaba con renovada energía. Cuando hubo abierto un agujero suficiente, lo que asomó del interior le dejó perplejo. Era, la cabeza ensangrentada de un perro que pugnaba por salir a través del hueco abierto. Con cuidado ayudó al animal a salir, y cuando este estuvo fuera, pudo apreciar otra profunda herida en la pata trasera que sangraba profusamente. El animal sumiso, y moviendo nerviosamente el rabo entre las patas, se acercó a Oblitus y comenzó a lamerle la mano. Era una especie de podenco cruzado tal vez con mastín; de esos que se utilizan en las cacerías para levantar las piezas, y la herida de la pata, tenía el aspecto de habérsela producido en el encuentro con un jabalí. A falta de otra cosa mejor, Oblitus se quitó la bufanda e improvisó un vendaje para contener la hemorragia, cargó cuidadosamente al animal en el carro, y abandonó el vertedero camino de su improvisada vivienda que no era otra cosa que una casilla abandonada a las afueras del pueblo en la linde de un viejo viñedo.

Durante días, curó las heridas y alimentó al perro incluso renunciando a su propia comida. Por las noches compartía colchón y frio con su nuevo amigo al que bautizó como “Fidus” que, poco a poco fue recuperando las fuerzas, y haciéndose inseparable de Oblitus al que acompañaba en sus salidas en busca de sustento.

Las navidades se presentaron con la primera nevada, y en el pueblo el ajetreo propio de esos días se apoderó de las calles. Los vecinos iban y venían cargando sus compras navideñas, y en el carro de Oblitus al menos esos días, aparecían por obra y gracia del espíritu navideño, productos que no solían frecuentar su menguada cesta; incluso una señora le obsequió con un saco de comida para Fidus. En esas fechas Oblitus realizaba pequeños trabajos con los que conseguía algún ingreso extra, como cortar leña, reparar pequeñas averías domésticas, o acarrear de una vivienda a otra en su destartalado carro algún objeto pesado.

Antes de ser despedido sin miramientos por parte del dueño de la empresa para la que trabajaba, Oblitus era encargado de mantenimiento en dicha empresa, hasta que un día, en un accidente de trabajo, se dañó de forma grave una rodilla momento en el cual su jefe le despidió alegando que ya no era apto para el trabajo que desempeñaba.

Una mañana, acompañado por Fidus, Oblitus caminaba empujando su carro mientras hacía uno de los portes que le habían solicitado, cuando un flamante coche de color negro ralentizó la marcha hasta ponerse a su altura, y por la ventanilla asomó la cara de un adolescente que gritó: ¡Mira papá es Trueno!

El coche detuvo la marcha, y un hombre se bajó increpando a Oblitus <Eh oiga. Ese perro no es suyo devuélvalo inmediatamente>: y sin mediar palabra tomó al perro por el collar y lo subió al maletero no sin antes lanzar a Oblitus contra la acera que intentaba evitarlo.

Partió raudo el coche, y en la acera, atendido por unos transeúntes quedó Oblitus impotente viendo marchar el automóvil. Durante días, no volvió a saber de su amigo Fidus albergando el peor de los presagios. Bien sabía Oblitus quien era el propietario del coche; era Atrox, su anterior jefe, un hombre sin escrúpulos propietario de cuantos negocios había en la comarca incluido el vertedero, donde al parecer, arrojaba todas aquellas cosas que no le eran útiles como al pobre Fidus cuando a causa de sus heridas quedó inútil para la caza a la que era tan aficionado Atrox, y donde de una forma metafórica, había arrojado a Oblitus después de su accidente laboral. Atrox gobernaba de forma despótica sobre sus posesiones, y con su hijo, se estaba asegurando de que todo siguiese igual cuando él faltase.

Una mañana temprano, Oblitus recogía algunas ramas para hacer un fuego con que calentarse. Un vientecillo helado jugaba con los copos de nieve que en vano trataban de alcanzar el suelo. Las viejas cepas acurrucadas contra el suelo, parecían un famélico ejército de soldados que, derrotados por los elementos, levantaban rendidos al aire sus delgados brazos.

Por la chimenea de la cocinilla ennegrecida por el hollín, ascendía una columna de humo proveniente de la lumbre con que Oblitus, a duras penas conseguía hacer hervir el agua en una vieja cacerola que rescató del vertedero, una cacerola de color rojizo, a la que le faltaban, al igual que a un viejo desdentado algunos trozos de esmalte. Se disponía Oblitus a verter algunos granos de la bolsa de pienso de Fidus en la cacerola cuando escuchó un ruido fuera, y al abrir su sorpresa fue mayúscula ya que era el mismísimo Fidus rascando la puerta. Ambos rodaron por el suelo hecho un ovillo mientras se cubrían de lametones abrazos y caricias. Se había escapado y de alguna manera, encontrado el modo de llegar hasta la casilla, pero Atrox, y dos Servi le habían seguido, y el coche negro paró el motor delante de la casilla.

Rápidamente, entraron en la casa y comenzaron a golpear a Oblitus que consiguió derribar a uno de ellos golpeándole con la cacerola mientras Fidus se las veía con el otro Servi, que con una barra de hierro golpeaba al animal. Seco, como el estruendo de un trueno en una tormenta de verano, sonó un disparo, y luego otro. Oblitus cayó al suelo y Fidus, también herido, se arrastró hasta su amigo quedando los dos inertes uno al lado del otro.

Los dos Servi metieron los cuerpos en un saco de lona igual al que utilizaron con Fidus, y lo metieron en el maletero. Se dirigieron al vertedero donde uno de ellos hizo un hueco con una pequeña excavadora, arrojaron el bulto conteniendo a Fidus y Oblitus, y lo taparon otra vez con basura.

Unos días más tarde, después de la cena de Nochebuena, Atrox tenía una sorpresa para su hijo: había comprado un magnífico potro pura sangre para su vástago, y le invitó a salir al jardín de la mansión, pero en vez del caballo, lo que allí vio le dejó la sangre helada .El corazón le golpeaba las sienes, y el pecho, las piernas le flaquearon, y cayó de rodillas sin fuerzas para sostenerse. Frente a la casa, un inmenso belén formado por centenares de figuras compuestas de todo tipo plásticos, latas, botellas, maderas, papel y cuantos residuos puedas imaginar ocupaba todo el jardín.

Atrox huyó despavorido, y dicen que todavía vaga por los montes cercanos enloquecido y alimentándose de hierbas.

También dicen los que lo vieron, que entre las figuras del belén había un hombre vestido con abrigo gris, bufanda a los hombros, y unos guantes deshilachados, a su lado un perro, y un viejo carro de supermercado. También dicen que el hombre, de vez en cuando cambia de lugar en el belén, y hay quien asegura que le ha visto cojear un poco.

Compartir.

Sobre el autor

Los comentarios estan cerrados.