LA MEMORIA DE LOS NUESTROS

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Manuel Molina

El camino de tierra y olmos que conduce desde la gasolinera al cementerio se llenaba de mujeres con el cubo y las flores. Era un peregrinaje que solía hacer con mi abuela y mi madre en las vísperas del 1 de noviembre. Cogía la bicicleta o el balón y salíamos con el sol aún cálido de otoño después de comer. Acudía junto a ellas con la inocencia de un niño que todavía no sabe lo que es la muerte. Que no conoce lo efímero de la vida ni el paso irremediable del tiempo. Veía a las vecinas saludándose mientras raspaban con firmeza y cariño las planchas de mármol. Las observaba sentado, colocando con esmero las flores en los jarrones o rezando con la tarea hecha de ver decente esa última morada para el día de Todos los Santos. Durante esos días las calles del cementerio olían a ramilletes de clavel y rosa recién cortado, a espuma de jabón.

El viento de últimos de octubre volaba con los susurros de los rezos y las lágrimas del recuerdo mezclado con el ir y venir de los niños. Unos hijos o nietos que allí tan solo acompañábamos para conocer el rostro de aquellas fotografías inmóviles. Que veíamos el bullicio de nuestro pueblo bajo los picos altos de los cipreses. En la Mancha sabemos que nuestras raíces y tradiciones están muy vinculadas con nuestros fallecidos. Tal vez porque descendemos de un pueblo humilde y labrador que ha necesitado de sus propias gentes para mantener vivos los recuerdos. Eso siempre lo han sabido nuestras mujeres que son las mayores portadoras de relatos. Que no han dejado que la memoria de las tradiciones se desvanezca entre los que vivimos rápido o emigramos a lugares donde los muertos van pasando a disfraces de películas americanas.

Ellas, que me arropaban con sus faldas mientras realizaban la visita a viejas amigas o familiares. Que con sus manos sobre mis hombros hablaban bajito de la vida mientras besaban el rostro de alguien que para ellas seguía acompañándolas. Que al regresar a casa caminaban calladas. Por ello, mientras esta semana veía La habitación de al lado, última película de Pedro Almodóvar, en un cine cualquiera de Madrid no dejaba de recordar que es la muerte para un manchego. Cuando se citan las frases de los Dublineses de Joyce mencionando como la nieve cubre finalmente a todos, recordaba las hojas inertes de otoño que barría mi madre. La textura de las esponjas verdes que soportaban los tallos de las rosas. El agua bajando por las paredes de las tumbas, arrastrando el polvo del tiempo. Nunca tuve tan cerca la muerte como aquellos años donde el cementerio era un punto de unión de los vivos y los muertos. Escuchando las historias de algunas caras que pasan allí los confines de los años. Llevando agua limpia de los grifos públicos o tirando a la basura las flores marchitas que ya habían cumplido su función. La muerte nos hace recordar que somos polvo prestado en un momento concreto. Que no sólo somos presente sino también memoria, una memoria que se guarda y acompaña en centros de margaritas y crisantemos.

Que se cuida con las manos gastadas de las abuelas y madres que con templanza visten el recuerdo de sus antepasados. Que inculcan la delgada línea del tiempo con silencio, respeto y flores. Unas flores que se marchitan sobre las tumbas pero que hacen recordar que, por un momento, por muy débil o pequeño que sea somos la memoria de los nuestros.

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