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José María Pozuelo
Yo amo cantar pero el cante no me ama. Prefiere a otros, y a otras. Tengo la sensación de que les abraza para mirarme por encima de su hombro y recordarme las notas que no alcanzaré, las sutilezas de las que no soy capaz y a otros les concede graciosamente. Es cruel, pues yo vivo por cantar y muero cuando le doy lo mejor de mi y no se acerca siquiera a ser suficiente. El cante se gira, me da la espalda y se va de vinos hasta que me despierta en la noche, desde la calle, con las melodías que los querubines susurran en mis sueños. ¡Ni siquiera soy yo mismo quien canta como los ángeles en mis propios sueños! Así de disparatada es la cosa. Nessun dorma entonces, pero al alba no he vencido, solo me duele la garganta. El otro día volví a casa y pillé al cante con la vecina. Se les podía oír por todo el patio. Me ruboricé. Cantaban sobre cosas que muchas culturas han considerado sacrilegios, obscenidades del cuerpo y del alma. Despechado, chanante, toco la guitarra.
B.F. Pinkerton, un buen amigo con el que he compartido algunas noches pendencieras, me llamó y me convenció de que lo más conveniente era que fuéramos a un sitio lleno del ruido de la gente para olvidarme del cante un rato y poder conversar y tomar unos tragos. El plan no tenía fisuras y durante unas horas funcionó de maravilla. En algún momento de la madrugada, sin embargo, al bajar mi vaso, alguien tomó aire y vi al cante mirándome a los ojos. Cuando sonó el primer estribillo, el cante me sonrió, y luego soltó una carcajada tal que se cayó de la silla. ¡Me estaba hablando a mí! Directamente a mí. Aquella copla, que parecía compuesta por todo un pueblo de gentes, resultaba tan íntima que no había forma de que no estuviera dirigida a mí, solo a mí. ¿Cómo se atrevía el cante a exponerme así? En público, mis más inconfesables miedos y deseos… Me llevó la ira; aunque lo intenté, tuve que esperar a que parara, no podía moverme porque el cante me estaba clavando en la cruz de mi vida, de LA vida y de mis recuerdos.
Cuando paró, extasiado, febril, me acerqué al que había entonado la copla y sin dejarle abrir la boca de nuevo le abrí una botella en la cabeza. Lo siguiente que recuerdo es estar en el calabozo. El cante estaba allí, conmigo, y con algunos otros, magullado, medio muerto y todavía majestuoso. No había pasado mucho rato cuando el cante cogió a uno de aquellos desgraciados por los hombros y trataron de entonar una tonadilla. Monté inmediatamente una trifulca y de no haberme detenido el carcelero, habría acabado con su vida. Posteriormente supe que aquel hombre era un famoso barbero de Sevilla. Tras los incidentes, de los que era tan culpable yo como el cante, fui condenado. En una celda con una litera de dos pisos habitábamos mi compañero, el cante y yo. La suerte quiso que mi compañero fuera mudo. Era conocido como Calaf y le habían arrancado la lengua en un ajuste de cuentas. Un mes más tarde, tras la muerte de Calaf en extrañas circunstancias, me aislaron. Solo tengo contacto con el guardia que me trae la comida una vez al día, y con el cante, que no me deja ni en la estrechez de estas paredes que apenas me permiten sentarme. Sigo cantando aquella nana que aprendí de mi abuela siempre que el cante me lo pide. Después de todo… y aún no sé decirle que no. Pero el otro día di con la solución. Cuando el guardia abrió la pequeña abertura de la puerta, me vio desmallado, sangrando de ambos oídos por heridas que me había causado yo mismo. ¡Funcionó! Ya no podía oír nada y durante algún tiempo el cante me abandonó.
Había ganado, me había librado de él. Ya no me perseguía, ni tampoco me elevaba con sus atisbos de trascendencia…
Mi conducta mejoró y pasadas unas semanas me permitieron salir al patio. Aquella fue la obertura de mi requiem, pues al mirar al hacia arriba, en una de las ramas de un árbol, unos pajarillos piaban con el cante. Desde que me lastimara los oídos nada había entrado en ellos hasta que el cante comenzó a susurrarme, en mi idioma, lo que decían los ruiseñores. Y era tan bello, que por un instante encontré la paz.
Mediante señas, traté de explicar a los demás reclusos lo que me estaba sucediendo. No parecían entenderme y me desesperé, comencé a zarandearlos, a señalarles y a berrear los secretos que el cante silbaba dentro de mi. Fui tomado por loco y esa noche decidí acabar con mi vida, que parara el vals para siempre.
Ahora sé que los muertos no están en silencio. El cante no me quería ningún mal, no supe escuchar y no aprendí el mensaje a tiempo.
Porque la vida siempre comienza con un llanto, pero en la muerte resuenan para siempre canciones, y si estás atento, resucitarás en ellas hasta el fin de los tiempos.
2 comentarios
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