EL REY TRISTE

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Manuel Molina

Cuando despertó, a través de la ventanilla, ya solo pasaban infinitas hileras de viñas. Su hermana seguía dormida a su lado y sus padres hablaban flojito en los asientos delanteros. El día era despejado a pesar de que el frio se dejaba notar en el paisaje. Con la radio apagada observó como las ramas de los árboles brillaban por la escarcha y aún quedaban restos de la nevada que recorrió el país la semana anterior.  Después de varios años volvían al pueblo de su padre, una localidad pequeña situada en la provincia de Ciudad Real con casas chatas y tejados de arcilla. Los abuelos antes siempre acudían a Madrid en autobús, pero todo cambió cuando el abuelo quedó solo. A la abuela le gustaba, según contaba su padre, caminar por las largas calles decoradas con luces brillantes y coloridas. Comer chocolate con churros y escuchar a los músicos que, pelados de frio, tocaban en las esquinas de la calle Alcalá. Pero los años pasan rápido y todo cambia en un suspiro, les dijo su padre al anunciarles que irían a ver al abuelo en Nochevieja. 

Como no se habían percatado de que ya estaba despierto comenzó a escuchar la conversación que entretenía el viaje. Su madre hablaba de los preparativos de las habitaciones, de condicionar las alcobas para los niños, de lo poco fiable de una estufa de leña y de ir a comprar dulces a la histórica pastelería de Umberto. Su padre callaba, se colocaba las gafas de sol o se rascaba la perilla. Sin embargo, hubo un asunto que despertó su curiosidad. Su madre, planeando como siempre las actividades de cada día (paseo por el campo, compras en el centro del pueblo, escribir una carta a sus primos…) dijo que no sabía si había cabalgata de los Reyes Magos. A punto estuvo de decir que no estaba dormido, que qué era de eso de que no había cabalgata este año, de si entonces no tendrían regalos, de porqué habían ido al pueblo sabiendo que los Reyes Magos allí no llegaban… Pero mientras todas esas preguntas rondaban su cabeza y estaban a un paso de salir de su garganta con un grito de desesperación, su hermana despertó pidiendo agua y su padre dio volumen a la radio.

Al llegar el pueblo olía a lumbre, puchero y humedad. Aparcaron en la misma puerta y mientras su hermana golpeaba el llamador él tuvo que ayudar a su padre a bajar las maletas y los bolsos. La casa de los abuelos era una vivienda grande con fachada de piedra, balcones, ventanales con macetas y chimenea. El recuerdo de aquella duda de su madre sobre la cabalgata volvió a su cabeza cuando su abuelo abrió la puerta. Habían pasado tan solo dos años sin verse, pero parecía otra persona. Estaba más delgado y lucía una barba larga y blanca. Al abrir cogió a su hermana en brazos y la zarandeó hasta que ella empezó a reírse sin parar, dio un beso a su madre y un abrazo hondo a su hijo. Esperó a que él llegara con una pequeña maleta para auparlo también y preguntarle qué comía para estar tan fuerte y gigante.

En el salón, junto a la chimenea donde se quemaban varios troncos comieron cordero asado, queso y unas ensaladas. El abuelo lo había encargado todo a la taberna de la esquina. Al lado de su hermana que no dejaba de devorar a escondidas turrón de chocolate, escuchó a su madre decir que había que decorar la casa. «Abuelo hay que darle un ambiente navideño al hogar. Mañana subiré al desván a ver que encuentro». En ninguna de las anteriores visitas que hizo pudo subir al desván. Su madre le tenía prohibido llegar a la planta alta de la casa y el abuelo siempre le había dicho que allí había herramientas de pesca que podían hacerle daño. Todo aquello había creado en su imaginación una curiosidad infinita. ¿Qué escondía aquel desván? ¿Había peces de plástico o arpones para la pesca de ballenas? ¿Quizás el abuelo guardaba objetos mágicos de su juventud? Por ello, cuando el primer rayo de luz entró por la ventana bajó a prisa a la cocina donde sus padres ya desayunaban pan tostado con aceite. Le rogó a su madre poder acompañarla al desván prometiendo que no tocaría nada y si ella así lo quería, no se separaría de la puerta. Accedió con la condición de que desayunara un vaso entero de cacao con galletas e hiciera repaso de lectura por la tarde. Al subir las escaleras ya pudo percibir que esa parte de la casa era diferente. Las paredes seguían pintadas con gotelé y el olor a invierno era más fuerte allí. La llave estaba puesta en una puerta de madera oscura que chirrió al abrir. Como siempre imaginó, el desván era una habitación abuhardillada con múltiples estanterías y cajas de cartón. Había cañas de pescar, herramientas agrícolas, centenares de libros, fotografías en blanco y negro y diversos baúles. Su madre, en búsqueda de adornos de Navidad que, sin saberlo, estaba segura de que encontraría, abrió un baúl de metal. Dentro solo encontró cajas más pequeñas con telas antiguas de la abuela y algunos zapatos de tacón que miró detenidamente.  Después, pidiéndole que se quedara allí sentado fue buscando en las cajas de cartón hasta que encontró unas bolas de Navidad y un Belén de porcelana envuelto en papel de periódico. Sin embargo, su madre no se dio cuenta que él había seguido buscando en el baúl y que allí, en un rincón del fondo había visto una corona de metal bajo una manta de cuadros. Sin decir nada la tapó y esperó en silencio a que su madre saliera con la caja de adornos.

  • Mamá ¿Por qué dijiste que no sabias si aquí había cabalgata de Reyes Magos?
  • ¿Cuándo dije eso? —Respondió la madre bajando despacio los escalones.
  • Ayer en el coche de camino al pueblo. Yo estaba despierto y te escuché decírselo a papá.
  • Pues la verdad hijo, no sé si en este pueblo habrá cabalgata. Pero no te preocupes, los Reyes Magos siempre hacen su trabajo.

Mientras su hermana ayudaba a colocar los pocos adornos navideños por los muebles del salón, él seguía pensando que si no había cabalgata era por que los Reyes allí no llegaban, por lo tanto, no tendría regalos hasta regresar a Madrid.

Pasaron los días y su mirada se fijó en el abuelo. Lo veía siempre recostado en el sillón, viendo la televisión durante horas o llegando cansado de caminar. Sus pómulos estaban marcados y la barba seguía creciendo blanca y rala en su mentón. No admitió el consejo de su hijo de que se afeitase, de que como un hombre que siempre fue elegante andaba ahora tan descuidado. Una tarde pasado año nuevo fue hasta la cocina y lo encontró a solas. Estaba sentado en una silla de mimbre, bebía café con leche y tomaba unas onzas de chocolate con almendras. Con el papel del envoltorio estaba haciendo unas pajaritas que terminaban por deshacerse sobre el mantel. La luz del sol ya caía iluminando de naranja una cesta de membrillos y nueces. Su rostro era serio y taciturno y a pesar del frio tenía la camisa arremangada. Decidió no pasar y volvió al salón donde su padre leía una novela de misterio y su hermana jugaba con las muñecas.

La noche anterior no durmió, pues recordaba como su amigo Luis le había contado en el recreo del colegio que muchas veces los Reyes Magos viajaban envueltos en magia para instalarse dentro de hombres y mujeres que les ayudaban a repartir los regalos. Se transformaban en ellos durante la noche para así poder llegar a todos los hogares sin excepción. Su amigo Luis había investigado ante la percepción de que los Reyes Magos que salían en la tele en las diferentes ciudades no eran iguales, y esa fue la respuesta de su padre ante la cuestión. Por ello, la mañana del cinco de enero se levantó cuando aún no había amanecido. Descalzo subió las escaleras hasta el desván y asegurándose que nadie lo veía agarró la corona y la escondió debajo de su cama. Volvió a comprobar que sus padres seguían dormidos y su hermana no abría el ojo como en otras ocasiones. Regresó a su alcoba y envolvió la corona en una toalla y la bajó hasta la habitación donde su abuelo dormía. Tras dejarla junto a sus botas corrió a prisa a acostarse y cerró los ojos hasta que su madre fue a despertarlo con una taza de chocolate caliente. Aquel día deseó con todas sus fuerzas que hubiese cabalgata y que la carta que había enviado en Madrid llegara en forma de regalos a la chimenea del abuelo.

Sin embargo, una fuerte lluvia comenzó justo después de comer y no pudieron salir de la casa. Todos los actos se habían suspendido, incluso la cabalgata que su padre anunció en el desayuno. Aquello aumentó sus dudas y la noche de Reyes se fue a la cama con una incertidumbre helada que le recorría la espalda. Había observado a su abuelo después de la cena. Le había visto callado, junto a la lumbre, acariciándose la barba sin soltar palabra. No calzaba sus botas y pese a su costumbre se había quitado los pantalones de pana y se había puesto un pijama que le regaló su madre en año nuevo. Por todo aquello se marchó cabizbajo a la cama, muy al contrario que su hermana pequeña que no paraba de preguntar “¿cuánto duraba una noche?” para levantarse a por los regalos.

Pese a que al principio no logró dormirse, cuando despertó el día ya bañaba las cortinas de la casa y salió corriendo a avisar a sus padres. Su hermana, que llevaba esperando un largo rato lo siguió y de un salto se subió a la cama para pedir que bajaran junto a ella hasta la chimenea. A prisa saltaron por los escalones y cuando abrieron la puerta del salón allí estaban amontonados los regalos. Los mismos que habían pedido en su carta. Pero la sorpresa fue mayúscula cuando al abrir uno de ellos vio una pajarita de papel dentro de la caja. “Es nuestro secreto” estaba escrito en un lado de la figura a lapicero. Asombrado miró a su abuelo que apareció alzando los brazos. Se había cortado la barba y traía un gran roscón de Reyes de la pastelería del viejo Umberto. Desde la puerta, al ver como sujetaba la pajarita, le guiñó un ojo y le dedicó una larga sonrisa.  Su amigo Luis tenía la razón; la Navidad está cubierta de magia.

FIN

Feliz Navidad y próspero año nuevo a todos los lectores de Daimiel al día.

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