HILOS INVISIBLES

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Miguel Domínguez Palomares

No todos los finales son iguales, no.
Este que les cuento terminó con una lección, con un último abrazo y con un mensaje final.


La lección
Gonzalo y Miguel, nuestros dos alumnos de educación especial, subieron por última vez al autobús escolar. Las nubes, reflejadas en la ventanilla, difuminaban sus caras que parecían de algodón; entonces, el vehículo echó a andar y sus rostros desaparecieron de mi vista como si el viento los hubiera soplado. Después… todo quedó despejado y la calle vacía. Supe en ese instante, que tendría que pasar mucho tiempo hasta volverlos a ver.


Me di cuenta de que ya no reiremos juntos en el aula. A partir de ahora me reiré solo recordando la chispa espontanea de sus mil ocurrencias, como cuando cambiaban el nombre, sin pretenderlo, a las cosas más sencillas o cuando buscaban uno nuevo para apodarnos a cualquiera con gracia y exquisita finura.


Jugaré, cuando ya no estén, a copiar sus voces para imitar a esos personajes de la tele con los que tanto disfrutaban. Pero, sobre todo, plagiaré su manera de ponerle una sonrisa a la vida, de tomarme con humor mis limitaciones y a aguantarme la risa burlona cada vez que escuche a mi alrededor palabras necias. Lo aprendí de ellos, que se tomaban el humor como una cosa muy seria.


Ya no estarán en el aula para ayudarnos cuando los “profes” los necesitemos, para echarnos una mano cuando hagan falta brazos, para compartir el desayuno, los lápices de colores o las confidencias que quedaban presas en aquellas cuatro esquinitas de nada.


¿Quién jugará ahora a la canasta en el recreo? ¿Quién moverá en el tablero las fichas del parchís? ¿Quién irá a buscar las llaves del conserje y simulará haberlas perdido? Faltarán vuestras manos para ayudar a los más pequeños a cruzar la calle en nuestros paseos y para darle impulso al columpio hasta subirlo al cielo. Vuestros zapatos ya no acumularán más tierra, ni se alzarán más castillos en el arenero. Extrañaremos los golpes en la mesa, el eco de vuestras risas, los pelos despistados, los cordones desatados, las camisetas de fútbol y el vigor de vuestros abrazos cada mañana.


El abrazo
Menos mal que me dio tiempo a un último abrazo. Sucedió antes de que subieran al autobús y el viento soplara. Fue un abrazo en el que se fundieron mil momentos, un abrazo agradecido, una muestra de respeto hacia dos personas a las que durante cinco años he visto iluminar sonrisas. Dos alumnos de educación especial que no han entendido de complejos, ni de juzgar a los demás por su apariencia y que a cambio de nada han derrochado compañerismo, generosidad ilimitada, humildad y nobleza.


La empresa no es fácil, nos quedamos como sucesores de su legado, ese que no negocia con la maldad, con las malas intenciones, ni con la falsedad.


Mensaje final
Necesitaba decírselo, necesitaba que lo supieran y ver la manera en que sus caras reaccionaban al oírlo. Les dije “te quiero”, un te quiero para cada uno al que respondieron apretándome más fuerte contra ellos. Después vi alejarse el autobús escolar con Gonzalo y Miguel a bordo. Los conocí siendo niños y ahora una suave pelusa acaricia y oscure sus rostros. Cómo pasa el tiempo. Qué altos se ven a mi lado y cuanto he crecido yo al suyo.


Adiós compañeros, os vais, pero nunca os dejaremos marchar. A vosotros y a todos nosotros nos unen para siempre hilos invisibles de esos que no se rompen, que están diseñados para resistir cualquier envite. Por ley de vida se separan nuestros caminos. Es justo que vuestro legado sea conocido por más personas; sin embargo, sabéis que cuando lo necesitéis podéis tirar de ese hilo, porque en el otro extremo siempre estaremos nosotros esperando.


Dedicado a unas sonrisas, las de Miguel y Gonzalo, alumnos del aula de educación especial del colegio San Isidro (Daimiel).

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