CUIDAR A LA PERSONA QUE CUIDA

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Miguel Domínguez Palomares

En ocasiones, solo en ocasiones, creo que las cosas que suceden son necesarias.

Hace unos días tuve que acudir a dos actos que aparentemente no tenían nada que ver. Eran eventos con temática diferente, organizados por gente distinta, que se desarrollaban en lugares dispares; sin embargo, el destino, las energías o tal vez la casualidad los unió para que les diera un sentido.

El primero de ellos era una charla coloquio en donde, una psicóloga y una trabajadora social, daban pautas a un público formado mayoritariamente por mujeres, que cuidaban a personas dependientes en casa; ya saben, esos seres queridos a los que hace nada veíamos como indestructibles, a los que hasta hace poco acudíamos buscando consuelo cuando todo era oscuridad, sabedores de que solo su cercanía o el bálsamo de sus palabras despejarían nuestros temores y que serían capaces por sí solos de dar luz en la más densa de las negruras. Sí, esos seres queridos por los que ahora, el tiempo, surca sus caras, arruga sus facultades y devasta sus memorias hasta convertirlos en individuos vulnerables necesitados de cuidado.

El título de la charla me sedujo “Cuidar a la persona que cuida” y el contenido no me defraudó. Hablaron del proceso de desgaste que habitualmente siguen las personas mayores dependientes, del progreso de sus fragilidades, de sus reacciones inesperadas, de sus necesidades en todos los ámbitos y de la dificultad que ello su pone para los familiares cercanos, que tienen que cuidarlos. Por eso, la charla estaba dirigida a los cuidadores, o más bien cuidadoras, a esas y a esos a quienes la vida pone a prueba su capacidad de compromiso, de responsabilidad y de amor incondicional hacia el ser querido, ése que un día fue lo que hoy ya no es.

Me resultó tan interesante porque ofreció herramientas para ayudar a gestionar los ánimos y calmar el alma de quien cuida, para moderar o moldear su temple según convenga, para descargar sus pesares, para calibrar su resistencia y para engrandecer la generosidad de sus actos. Alguna lágrima salpicó entre los aplausos a la conclusión del acto. A todos nos quedó la sensación de haber aprendido que es tan importante cuidar como sentirse cuidado.

Si tenemos la oportunidad, cuidemos de la persona que cuida.

El segundo compromiso fue días después. Tenía que ver con la firma de libros a la que estaba invitado como autor. Estaba citado a las doce de la mañana, pero, aunque suene extraño, amaneció lloviendo, por lo que la editorial me ofreció la posibilidad de firmar, ese mismo día, a la cinco de la tarde. “Compartirás espacio para la firma con otro autor, si no te importa”, me comentaron, aspecto al que no puse pega alguna. Mi sorpresa me la llevé al llegar, pues mi compañero de firmas era un señor de más de noventa años, que avanzaba lentamente hacia mi posición con un andador. Iba acompañado de una mujer con un vestido rojo que supuse era su hija. Nos saludamos cortésmente ocupando cada uno nuestro lugar.

Las manecillas del reloj de la plaza en la que nos encontrábamos se derretían al compás de nuestros ánimos que no encontraban presencia de lectores que los avivaran. Ante tal panorama decidí darles conversación. Pronto me percaté de que mi colega tenía dificultad para seguir lo que yo le decía por lo que fue su acompañante quien me contó que aquel hombre, a su edad, había escrito su primer libro. Ella no era su hija, al parecer aquel hombre no tenía familia. Durante varios años había cuidado de él, pero, desde la pandemia, estaba viviendo en una residencia. Pese, y por esas circunstancias, no quiso desentenderse de él y me contó que iba a visitarlo todas las semanas, también se hacía cargo de sus cosas, entre ellas, ayudarle a buscar una editorial para publicar el libro que había escrito con tanta ilusión.

Al poco, el señor pidió agua a su acompañante, que amablemente le proporcionó una botella. Después le dijo que tenía algo de frío, y ésta, con la misma atención, le ayudó a ponerse una chaqueta.

Pronto se acercó una joven a su mesa, con un ejemplar de su libro en las manos para que se lo firmara. Con mano temblorosa, pero con ánimo firme estampó su rúbrica y de paso le regaló una sonrisa. Acto seguido llegó un chico, que dio paso a un caballero de mediana edad; y éste, a una pareja, todos, con su libro en la mano para que se lo firmara. Al hombre se le veía orgulloso, animado, feliz. No era para menos. Mientras yo apenas había firmado un par de ejemplares, él había atendido a más de una decena.

Movido por la curiosidad de ver la expectación que levantaba le pregunté a la mujer del vestido rojo de qué trataba el libro a lo que me respondió que era un poemario.

Cuando faltaban diez minutos para terminar, él le pidió a ella que se fueran porque ya no aguantaba más tiempo allí, pese a que el goteo de seguidores no cesaba. Yo le animé a que aguantara, y haciendo un símil deportivo para animarle, le dije que me iba ganando por goleada. El hombre volvió a sonreír y dejó que un destello vanidoso se deslizara por su mirada. Finalmente cumplió con la totalidad del tiempo que se había establecido. No pude menos que terminar comprándole un libro que, por supuesto, pedí que me dedicara. Fue entonces cuando sucedió lo inesperado. La mujer se acercó a mí para darme las gracias y me confesó un secreto: —“Todas las personas que han venido esta tarde son amigos y familiares míos. Él no las conoce, tampoco sabe que todos los libros que traían para la firma, se los he regalado hace unos días. Lo único que quería es que, durante este rato, fuera feliz”—.

Después, le ayudó a levantarse y con suma paciencia le acomodó en el andador. Muy despacio se encaminaron hacia la residencia. Los vi alejarse. Ella acomodó su paso al de él hasta que la figura roja de su vestido se difuminó entre la gente.

De pronto recordé la charla a la que días antes había acudido y me pregunté que quién cuidaría de aquella mujer que se encargaba de velar por la felicidad de una persona de más de noventa años.

No sé si fue casualidad que aquellos dos actos estuvieran cercanos en el tiempo, lo que sí sé es que acudir al primero me permitió ser consciente de la dimensión del segundo. Desconozco si el destino me hará coincidir con aquella mujer de nuevo o si solo fue un destello ocasional y necesario del que pude aprender. Lo que sí puedo asegurar es que después de todo lo vivido valoro mucho más la labor de las personas que han cuidado o cuidan en su casa a alguna persona dependiente.

Saco la conclusión de que, si tenemos la oportunidad, no estaría de más estar pendiente de cuidar de la persona que cuida, especialmente de una que lleva puesto un vestido rojo.

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