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Paki García Velasco Sánchez
Y aún con el cuerpo agotado de tanto trajín de procesiones, con ese buen sabor en la boca de nuestros dulces típicos, y con la despedida de esos familiares y amigos que aún resuena en nuestros oídos, quiero hacer un pequeño relato a lo que, me atrevo a decir que, tanto yo como mucha gente de mi generación vivimos en aquellas otras Semanas Santas de años ya pasados, aquellas en nuestra juventud al lado de nuestros padres y hermanos.
Recuerdo los días anteriores a las fechas señaladas, el ajetreo de comprar las viandas para hacer todo lo que, normalmente, se suele hacer en estos días, y digo suele, porque más de una seguimos manteniendo vivo todo aquello, esa tradición que, de tanto verla hacer un año tras otro a nuestras madres, no hemos querido que se pierda y seguimos manteniéndola como una especie de recuerdo y homenaje a ellas, y más ahora que ya no se encuentran entre nosotros las que nos inculcaron dichas costumbres.
Siempre y unos días antes de las fechas señaladas, nos juntábamos, ya fuese en mi casa o en la de mi tía Angelita, todas las primas junto con nuestras madres, para hacer esas rosquillas, flores o barquillos de turno, solo con pensarlo aún recuerdo cómo nos quemaban las palmas de las manos de liar cañas y más cañas para hacer los susodichos, los barquillos, ya que salían de la sartén, sacabas el barquillo y ya mismo estabas liando otro, ¡madre mía qué cansancio pillabas de tanto dale que te pego!!, porque además tenían que ser cuanto más finos mejor pero sin llegar a romperse, ¡menudo arte!.
Lo que aún no me explico es porque siempre los dejaban para hacer a última hora, vamos, que siempre eran los últimos de la tarde, con lo cansina que es su elaboración; así pasaba, que entre que estábamos ya agotadas al estar tantas horas liadas con la faena y que eso era lo más pesado de hacer, acabábamos hartas de dulces antes de empezar a comerlos jajaja.
Eso sí, lo bueno que tenía aquello era que esa tarde te ponías como el quico, ya que las piezas que se rompían nos las íbamos zampando al paso, así calentitas y todo que era cuando más ricas sabían, menuda panza poníamos ese día y menudo empacho pillábamos jajaja. Como me acuerdo de aquella mezcla de olores de la canela junto con el del aceite frito que impregnaba la cocina y que salía por todo el portal de casa hasta la calle, ¡anda que no se notaba lo que estábamos haciendo!.
Aunque lo mejor de todo aquello era el aderezo de risas que entre todas le poníamos a las conversaciones, muchas, muchísimas risas… ¡Qué tiempos más bonitos!!
Pero claro, por aquel entonces, nuestras madres, no sé conformaban con hacer los dulces para ellas solamente, ¡que vaaaaa!!, decían que una vez que ya estaban de «mojeteo» y tenían todo embadurnado, pues que no costaba trabajo hacer un poco más: una docena para la Fulanita, otra para la Menganita, otra para la tía tal, y dos más para la vecina de enfrente… etc…etc. El caso es que hacíamos dulces para medio pueblo, aunque claro, era la costumbre y un “toma y dame” que todos los años había que respetar, por lo que no era de extrañar ver aquellos enormes barreños llenos de rosquillas y flores, o las cajas de cartón llenas hasta arriba con los barquillos colocados en filas.
Unos días después era el turno de hacer el bacalao con tomate, o la típica pesca en escabeche, esta se hacía varios días antes para que cogiera el saborcillo al vinagre, ¡que rico le salía el susodicho a mi madre!!, lo hacía de besugos y estaba de vicio, entre eso y las tortillas de patatas que tenía preparadas, ya teníamos para ir tirando durante los siguientes días.
Recuerdo que cuando llegábamos de ver la procesión de los Moraos con más hambre que los pavos de Manolo (dicho popular), nos pasábamos a la alacena, que era donde teníamos las cosas, ¡anda que menudo desayuno nos metíamos entre pecho y espalda!!, ni barritas energéticas ni chufas de esas, un trozo de pan moreno y una «tajá» de lo que fuese que te apeteciera en ese momento y te quedabas como un bendito.
Pero volviendo al principio de esos días grandes, en esa mañana de Jueves Santo y estando en casa, se empezaban a escuchar las cornetas y tambores de alguna de las bandas que venían ese año y que ya empezaban a desfilar desde las siete esquinas calle abajo, entonces aparcábamos lo que estuviéramos haciendo y salíamos, tanto nosotras como todas las vecinas, a la puerta de la calle para verlos pasar, era como el pistoletazo de salida a esas fiestas en las que estábamos inmersos.
Por aquel entonces también teníamos muy presente la tradición de estrenar siempre algo el domingo de Ramos ya que como rezaba el dicho «quien no estrena el domingo de Ramos, no tiene ni pies ni manos» y claro, manos y pies teníamos, por lo que para ese día guardábamos el recién comprado abrigo o ese vestido que era tan bonito y el cual estabas deseando ponerte… fuera lo que fuese, era la oportunidad perfecta para estrenar aquello que tenías guardado y que estabas deseando que llegase esa tarde para lucirlo, ya que por entonces La Borroquilla salía por la tarde.
También recuerdo que después de ver alguna de las procesiones, era de lo más normal recibir la visita de los tíos, los cuales se acercaban para estar un rato con la familia, y que, cuando llegaban a casa, la costumbre era de sacar una bandeja de dulces acompañados de algo de beber, más exactamente de aquellas bebidas caseras que por cierto, ¡vaya tela como “pegaban!! y que no eran otras que la mistela o el aguardiente (a este le echaba mi padre dentro de la botella, varias de aquellas enormes uvas rosáceas de tetabaca).
Me acuerdo perfectamente cómo si fuera ayer de ver esas botellas en el pequeño mueble que sostenía nuestra televisión y que además hacía la función de cajonera y mueble bar, en el cual veías esas copas diminutas colgadas en los soportes que traía para ello y que siempre al abrirlo te daba un olor dulzón a las bebidas que allí moraban, entre ellas las mencionadas arriba, las cuales, estaban muy bien acompañadas de las no menos importantes en aquellos años como eran: el anís “Las Cadenas”, el licor “Calisay” o aquella otra de Pippermint, la cual me atrevo a decir que en todas las casas había una y que se usaba muy poco por el sabor tan fuerte que tenía.
Eran otros tiempos, otras costumbres, otras historias, esas que aún siguen flotando en mis recuerdos y que hoy, repasando la semana santa que acabamos de pasar, se me han venido a la cabeza.