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Manuel Molina.
Recuerdo verme sentado en una de aquellas butacas giratorias del Hotel Las tablas. Un refresco de limón en la barra y un montado de mero. Escucho el tumulto de la gente de pie, formando pequeños grupos con sus abrigos puestos sin dejar de hablar. Los vasos de cerveza y vermut, las tapas y la luz tibia que entra por las cristaleras. El olor es dulce como una mezcla de perfume, naranja y pastelitos recién hechos. Estoy con un par de amigos que con algo de altanería he decidido llevar e invitarlos. Nos alejamos de los juegos en la plaza y la bolsa de gusanitos para ganarme un tanto en un mundo que aún nos quedaba demasiado lejos. Dentro del hotel nos sentimos como adultos que toman el aperitivo cuando apenas hemos hecho la primera comunión. Estamos donde nos han mandado, en un rincón de la barra tapizada junto a la puerta de los salones. Allí, tras recibir la invitación, les cuento la destreza que tiene mi padre en una profesión que ejerció durante más de treinta años. Entre trago y trago de refresco lo observamos casi volar dentro de la barra, moverse con la bandeja y no parar de sonreír. Un hombre que lee el periódico me reconoce y saluda con un golpecito en el hombro. Alaba el trabajo de mi padre y después de dar un sorbo a la cerveza regresa a las anchas páginas del diario. No le digo nada, pero para mí, en aquel momento, mi padre es como un héroe dentro de una “guerra de Troya” que se libra un domingo cualquiera por la mañana.
Dicen que hay ciertos aspectos de la vida que solo se saben cuándo uno pasa por su carril. Que están llenos de “topicazos” y que las palabras son inútiles para describirlos. Uno de estos, sin duda, es la paternidad. ¿Cómo explicar el origen de la vida? ¿Cómo poner con tinta sobre blanco los sentimientos que emergen como un destello? Es un volcán en erupción dentro de tu cuerpo que a veces sientes que ya no es tuyo, sino parte de una armonía completa. ¿Cómo decir que intentarías agarrar todo tu universo con una mano para dejarlo en un rincón de la cuna? No, siento confesarles que no hay manera ni modo de describir tales sensaciones.
Para ello, tal vez, solo sirvan los recuerdos que se acumulan, los gestos que de manera involuntaria se imitan o los consejos que de repente aparecen. Decía Rousseau que «un buen padre vale por cien maestros» y es que cuando el ciclo de la vida te pone delante no hay manual de instrucciones. Los hombres, por lo general, somos más toscos para expresar nuestros sentimientos y darle valor a aquello que nos hierve en el pecho. Sin embargo, el tiempo pasa demasiado rápido y muchas veces se necesita un diecinueve de marzo para volver a recordar lo importante. Para rememorar aquellas primeras veces, por ejemplo, sus grandes manos en la cintura mientras aprendes a pedalear. Perseguir entre risas su estirada sombra una tarde de primavera por las Tablas. El bocadillo después del partido improvisado de fútbol o su cuello firme en lo hondo de la piscina municipal. Su aliento en los primeros fracasos y su alegría en las pequeñas hazañas.
Es probable que caigamos engullidos por estos tiempos tan acelerados que apenas nos dejan salir de una rutina diaria. Un reloj que corre deprisa y nos aturde en aspectos de poca importancia. Pero por un momento siempre es necesario detenerse y regresar al diecinueve de marzo. Cerrar los ojos y volver a la infancia, a los sueños que quedan por cumplir y a esa figura paterna que jamás nos soltará de la mano.
Feliz día del padre.
2 comentarios
Gracias por devolverme a mi propia escena de esa mañana de Domingo en la cafetería «Las Tablas».
Felicidades por ser capaz de transmitir con tal exquisitez y detalle esos sentimientos que según parece, tanto le e expresar a los hombres.
Thank you. Plenty of facts.
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