LA SABANA MAGICA

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Manuel Molina

En uno de estos resúmenes del año que ahora aportan las diferentes aplicaciones, una de ellas me indicó que había visto 249 películas a lo largo del 2022. De ser cierta, no me sorprendió la cifra ya que hace mucho tiempo que firmé el divorcio con la televisión actual. Esto me hizo reflexionar sobre como el cine nos sumerge en sus diferentes historias aliviando nuestro día a día. No hace mucho, cuando la pandemia campaba a sus anchas y nos tenía encarcelados las películas, la televisión, la literatura y la cultura en general fueron el bálsamo que nos hizo llevadero el paso de los meses.

Entre tanto hice de nuevo un ejercicio de memoria — y nostalgia— para recordar cuándo había comenzado mi hechizo hacia la gran pantalla. O dicho de otra forma menos lírica ¿dónde fue la primera vez que recuerdo ver una película? Al principio tuve la certeza que había sido en el Teatro Ayala junto a mi padre y un par de amigos del colegio. En la pantalla: “El Rey León” y la sala de butacas completa. Era el invierno de 1994. Sin embargo, a pesar de que quedó grabado en mi retina como la luz iluminaba el rostro preocupado de mi padre al ver al pequeño Simba corriendo entre las pezuñas de los ñus, no fue la primera vez que vi cine. La segunda opción fue la película “En busca del Valle Encantado” que recuerdo ver en una de las salas de las antiguas Josefinas. Aquella historia despertaría para siempre mi afición por el mundo de los dinosaurios, pero descarté tomarla como cine ya que la vimos en una pequeña televisión colgada en la pared.

Al cabo de un rato escarbando por los recuerdos, rechacé la idea ya que había pasado demasiado tiempo y todo se mezclaba en mi memoria. Pero hace unas noches, por casualidad, me topé con un documental sobre uno de mis genios favoritos de este séptimo arte: Federico Fellini. En este documental el director italiano narra su fascinación por un circo que colocaron en su niñez en una explanada frente a su casa. Subido a una silla de madera observaba desde la ventana la lona dorada, los ensayos de los trapecistas y las jaulas de los animales. El día a día de aquellos trabajadores casi mágicos que pasaban las horas entre artilugios, bicicletas de una rueda o escupiendo fuego con el pecho descubierto. Tal era su hechizo por todo ese universo de disfraces, maquillaje y color que cuando comenzaron las funciones se escapaba para colarse por la abertura de los artistas. Incluso una de las noches sus padres estuvieron recorriendo media ciudad en su busca cuando el pequeño Federico se encontraba absorbido por el espectáculo en apenas cincuenta metros de su casa. Cuenta también el documental que en el colegio el profesor le reprendió que llegase pintado con colorete y señalándole con la vara de pizarra delante de toda la clase le llamó “payaso” lo cual, para sorpresa de todos, le hizo inmensamente feliz.

Fue entonces cuando recordé que la primera vez que vi cine no fue en una sala, ni en un teatro. Ni tan siquiera en alguna habitación donde colgara una pantalla grande. Esa primera vez que como Fellini quedé seducido por el espectáculo, fue en la calle, también en apenas unos metros de mi casa. Corrían los primeros años noventa y se celebraba en pleno verano las fiestas del barrio “La Hoya” y “San Roque”. La calle, desde la plazoleta de Almagro vestía de banderines de papel y trajeron incluso algunas pequeñas atracciones. En el ensanche habían colocado un escenario donde cantaban jotas y regalaban limonada en barreños. Una de esas noches recuerdo como “Caldera” colocó una cuerda de balcón a balcón y dejó caer una sábana blanca. Junto a las vecinas acudí a la plazoleta con sillas de terraza y bolsas de pipas. Nos sentamos hasta que la noche dejó caerse por completo y fue entonces cuando desde un proyector la sábana se iluminó en mitad de la calle. No llego a recordar el título de la película, creo que era de pistoleros o tal vez una loca comedia, pero sí que recuerdo quedar completamente hechizado por las imágenes de aquella sábana mágica. Las risas de las mujeres en mitad del asfalto cortado al tráfico, los balcones repletos de espectadores y los niños más mayores jugando a hacer sombras detrás de la pantalla frente a la reprimenda de los ancianos. El olor a botes de cerveza, helado y bocadillos de chorizo y una calle desierta tras la sábana, como absorbida por otra bella dimensión.

“No hay final. No hay principio. Es sólo la infinita pasión de la vida”. Federico Fellini

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