LIENZOS EN LOS ARBOLES. Cuento de Navidad.

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Manuel Molina

Él nunca supo lo que era una Navidad hasta que comenzó a pintar las calles. Hasta que decidió coger su gastado caballete y buscar por el pueblo los rincones más propicios para dejar la huella de su tiempo. Antes había permanecido ajeno al ajetreo de los vecinos, a las celebraciones y las copiosas comidas. Deambulaba por su casa entre tubos de óleo y lienzos blancos que convivían con la suciedad y los gatos que se acurrucaban por los rincones. No es que estuviera solo, sino que desde hacía años se había visto obligado a elegir el silencio y la soledad como compañeros de vida. Evitaba las prisas de estos tiempos que detestaba y las desbaratadas compras de grandes almacenes o los platos rebosantes sobre las mesas. Prefería beberse una botella de vino tinto rodeado de cuadros y mirar por la ventana como la tarde caía bajo el frio del invierno mientras terminaba por dormirse.

Pero no siempre fue así, la casa había sido poblada por grandes maceteros de claveles, espatas rojas y orquídeas. Las cortinas ahora tiesas y arrugadas habían dejado pasar el sol de mayo por los ventanales abiertos. Una época en la que vivía junto a su esposa y un niño que ambos tuvieron al año siguiente del matrimonio. Mientras duró su vida en pareja la casa vestía de papel en las paredes, olor a comidas templadas y postres caseros de chocolate. Después de cenar le gustaba dibujarla a carboncillo mientras ella planchaba o daba de comer a su hijo rodeada de cojines de damascos y una taza de té. Le diseñaba los patrones para los manteles y cuidaba con esmero el palomar del patio. Cuando su hijo cumplió los cinco años acudían cada domingo a verlas volar desde el tejado. Disfrutaban comiendo almendras y observando a las palomas atravesar el cielo en círculos planeando sobre los chatos edificios del pueblo y esquivando la torre de la parroquia.

Sin embargo, todo cambió cuando la pintura comenzó a absorberle por completo. Su sueño de compararse con los más grandes le encerraban en el trastero donde pasaba las horas pintando y enmarcando lienzos. Su objetivo era exponer en las grandes galerías de las principales ciudades de Europa y se propuso cumplirlo a pesar de lo que se llevase por delante. Con el transcurso de los meses abandonó un trabajo de operario de fábrica para dedicarse a pintar en exclusiva. Entonces comenzaron a llegar los problemas económicos, las facturas sin pagar y las discusiones. Después de cenar ya no dibujaba a su mujer, sino que regresaba al trastero con media botella de vino y otra media en las venas. Su hijo terminó por odiar a unas palomas que ante la falta de comida abandonaron la gastada buhardilla.

Consiguió exponer en alguna galería de Madrid y Barcelona con tan mala fortuna que apenas vendió unas pocas piezas y sintió en todo momento el desamparo de su familia. Pese a ello, su tozudez por el triunfo le impidió reconocer el fracaso y los encierros en el trastero eran más repetidos y extensos. Una mañana de verano, cuando su hijo terminó la escuela, se encontró a su mujer en el comedor con una maleta y la promesa de no volver. Por la absurda rabia reventó los platos expuestos en un armario y rompió las sillas contra la pared. Asumió la soledad y le juró entre gritos que una vez triunfara en el arte no volvieran en busca de su dinero.

Nunca volvieron y él se quedó en una casa vieja sin la familia que había construido. Por su afán acérrimo logró algunas exposiciones relevantes y varias portadas de revistas, pero jamás aquel sueño líquido del pedestal. Cerca de los cincuenta, derrotado, volvió a la fábrica y abandonó la pintura hasta que el cabello y la barba se volvieron blancos. Fue entonces cuando comenzó a salir por las calles del pueblo pintando las luces de navidad en pequeños lienzos hechos de retales. Cuadros que regalaba a los comercios para su escaparate o dejaba por los árboles del parque cual bola navideña. Cuando el pintor murió, los niños que habían visto durante años sus cuadros repartidos por el pueblo ya eran adolescentes. Un veinticuatro de diciembre la fachada de la vieja casa amaneció pintada con un enorme grafiti con su rostro, su larga barba blanca y los árboles de colores.

Para Mateo Molina Ruiz. Su primera Navidad.

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