ALAS DE MARIPOSA. Capítulo IV. El Abuelo.

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Texto e ilustraciones por Manuel Molina
Damián Martín Portugués había sido un hombre de negocios que supo mantener y acrecentar la suma de tierras heredadas. Venía de una estirpe de labradores que en algún momento se endeudaron para sacar a flote un pequeño imperio local. A pesar de que nunca lo reconoció y que quería a sus hijas con locura, siempre deseó un varón que siguiera su camino. Sin embargo, vivió para ver como los tiempos cambiaban y las fincas finalmente se vendían. Las nuevas generaciones se alejaban del campo y no fue capaz de encontrar brazos que metieran las uñas en la tierra. Su última vejez la pasó en una silla de mimbre que ponía en el patio donde escuchaba la radio. Una vez fallecida su mujer y sus hijas viviendo lejos a causa del trabajo, la soledad había sumido a Damián hasta el punto de ser un hombre distinto al que el pueblo recordaba. Únicamente en verano, cuando entre gritos sus nietas llegaban corriendo por la calle parecía recobrar esos anchos hombros y la voz grave que siempre le caracterizó.


De Laura, su abuelo decía que era la viva imagen de su mujer. De niña solía llamarla para poner su cuerpo menudo bajo el inmenso cuadro donde doña Manuela posaba sobre un sillón de damascos. Gritaba a toda la familia que vinieran a ver «la calca» de dos generaciones. Cuando todos a su pesar, se congregaban en el salón, el abuelo pedía a Laura que pusiera la misma postura que doña Manuela. En ese momento Damián levantaba las manos y repetía «Negarme que no tiene sus mismos ojos y ese cabello rubio ondulado. Si hasta alza el mentón cuando sonríe».


Cuando Damián falleció tras una larga enfermedad no dudé en conducir desde Madrid al pueblo con la única esperanza de encontrarme con Laura. Quería verla y pedirle explicaciones sobre todo lo que nos había pasado, sobre el porqué de una ruptura sin más argumento que aquella última carta. Un sobre entregado con la frialdad del papel que arañaba nuestro tiempo con sus últimas frases. «Vives en sueños que pasan como las nubes de verano. Sin embargo, esos sueños se dispersan en la madurez y es el momento de tomar decisiones por muy dolorosas que sean».


Sin el abuelo esperando en aquella gran casa, la familia de Laura quedaba sin argumento para regresar al pueblo. Podía intuir que con el paso de los años aquella vivienda se vendería al igual que las tierras o peor aún, se dejaría caer a pedazos. Era tal vez una de las últimas oportunidades para verla y pedir unas explicaciones que pudieran hacerme comprender la soledad de estos años. Por ello me presenté en el cementerio aquella tarde de noviembre con un frio que pasaba entre los cipreses como un bisturí. Al verme, Mercedes se acercó para aliviarse en un profundo abrazo. Tras el pésame y la negativa de acercarme al grupo de gente que rodeaba el panteón, pregunté por Laura. Pronto Mercedes se secó las lágrimas, torció el gesto y dijo que no había podido venir. Llegaría mañana en un vuelo procedente de Londres. En ese instante dudé si visitar a mis padres y hacer noche. Pero, por otro lado, no quería que se enterasen que había viajado para asistir al funeral y mucho menos volver a faltar en el trabajo. En aquella época estaba absorbido por Madrid y sus largas noches de tertulia y alcohol, por lo que eran frecuentes los reproches y broncas en la oficina.


Mercedes volvió a darme dos besos — esta vez más fríos — y caminó envuelta en su abrigo negro hacia donde su familia despedía a Damián. Pero incluso en aquel momento de derrumbe pregunté desesperado por su prima. ¿Donde trabajaba? ¿Cuál era su situación personal? ¿Regresaría al pueblo algún verano? Mercedes negó con la cabeza para simplemente responder que me olvidase de ella, pues «estaba perdida». Observé impotente y sin respuestas como sus caderas se alejaban hacia una masa de luto que lloraba junto al coche fúnebre. A partir de aquel día las alas de mariposa comenzaron a volar.


(continuará…)

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