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Capítulo II. Ella.
Texto e ilustraciones por Manuel Molina
Ella siempre había estado en el pueblo, pero apareció ese verano como una mariposa blanca. Esa mañana me encontraba en la fuente del parque mojando con cuidado una herida en el codo tras caerme de la bicicleta. Era necesario no llegar a casa manchado de sangre, pues mi padre podría echar la cadena a la rueda y castigarme sin potro al menos una semana. Estábamos a últimos de junio, los primeros días de vacaciones escolares donde un infinito verano se alzaba por los tejados y caminos. Las lluvias de aquella primavera habían alimentado el rio que bajaba firme desde la sierra. Los montones artificiales de la escombrera lo dotaban de esquinas y charcas donde se acumulaban las ranas, los cangrejos y los peces. A las ocho de la mañana habíamos quedado tres amigos para ir a pescar con una gastada caña, pero pisé una piedra y fui al suelo golpeándome el hombro y rasgando el codo derecho. Tras el susto, los demás continuaron mientras yo regresaba al pueblo caminando con la cadena de la bicicleta fuera y la camiseta manchada de tierra. Era el verano de mil novecientos noventa y seis.
Su vestido blanco golpeó de luz el parque que, hasta la noche en busca del fresco, se encontraba vacío. Ni siquiera Blas abría el quiosco hasta pasada la siesta. La primera vez que nos cruzamos ella caminaba ligera, como si su cuerpo flotara por encima del suelo empedrado. Cantaba en voz baja una canción de Mecano mientras esperaba a un perrito color canela que no terminaba de perseguirle. Al verme allí recostado con la bicicleta en el suelo y medio cuerpo dentro de la fuente se quedó parada. Sus ojos pasaron rápido por las cuatro esquinas de aquella foto estúpida de un joven que se lava las heridas.
Al detenerse, el perro corrió directo a los cordones de mis zapatillas y yo, con las manos en alto y el pelo mojado, dejé que ella se acercara despacio. Desenrolló de su muñeca una correa y se la puso al perrito que continuó ladrando al verse alejado de su juguete. Preguntó por mi codo y tragándome el intenso escozor ensanché los hombros y dije que no era nada. Me advirtió también que con la cadena fuera no podría pedalear, pero sin apenas mirarla le contesté que ya estaba al tanto. Tal vez fui demasiado brusco debido a un hormigueo de timidez que me había subido hasta la nuca. Ella comenzó a retroceder mientras yo lavaba la herida intentando ignorarla a pesar de tener el estómago boca abajo. Olía a jabón y piruleta.
Los Martín Portugués tenían una casa grande al lado del parque. Antes de la guerra el abuelo de Laura y Mercedes había heredado varias fincas de olivos y aquella inmensa vivienda manchega de seis habitaciones y dos patios que parecían selvas de macetas color arcilla. Las madres de las chicas eran hermanas, por lo que solían veranear en la casa del pueblo en busca de largas tardes. A mediados de Julio llegaban con sus aires de ciudad a bañarse en la piscina municipal, tomar café bajo la parra o dejar a sus hijas ponerse perdidas con la manguera. Ambas hermanas eran maestras y el camino de la profesión les había obligado a cargarse la mochila fuera del pueblo.
Años después vine a Madrid gracias a su prima Mercedes, que al finalizar la universidad había comenzado en un despacho de la calle Princesa y preguntó a mis padres por teléfono. Sus jefes buscaban un recién licenciado con ganas de trabajar mucho y cobrar poco. Para paliar algún fracaso de selección anterior, habían preguntado a la buena de Mercedes y esta no dudó en llevarse a la capital a un joven que apenas sabía coger el autobús. En aquel momento el pueblo me ahogaba y me encontraba perdido. Estaban pasando unos años de completa oscuridad que, sin embargo, terminarían en convertirme en lo que soy.
A pesar de cruzarnos por la calle durante una decena de veranos, en aquella fuente fue la primera vez que vi realmente a Laura. Ambos teníamos dieciséis años y las puertas abiertas de la juventud. Dos veranos después, entre paseos y besos, me contaría su vocación hacia la medicina. Yo, tal vez por intentar ser “alguien de traje y corbata” desemboqué en la carrera de derecho. Ninguno de los dos sabíamos que aquel septiembre del noventa y ocho sería el comienzo de un camino que nos marcaría de por vida.
(continuará…)