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Manuel Molina
Este es el primer capítulo de “Alas de mariposa” una novela corta que será publicada íntegra y en exclusiva en Daimiel al día. Los capítulos se publicarán en el periódico cada viernes con frecuencia semanal.
La novela está escrita e ilustrada por Manuel Molina.
Alas de Mariposa
Capítulo I. El panal
El café parece un panal de abejas donde las personas revolotean a primera hora de la mañana. Sentado en mi mesa habitual junto a la ventana que da a la calle, observo el ajetreo como si pasara a cámara rápida. Soy un satélite fijo de la Gran Vía que tira por tierra su tiempo con un cortado, un paquete de tabaco y la libreta. Las personas que pasan, en su mayoría, vienen a cuestas con la armadura laboral. El maletín de piel como escudo, el teléfono móvil pegado al rostro y un traje que no termina de sentar bien visten a los clientes de mediana edad. Dentro de la barra, otro mundo. Un departamento independiente del panal donde tres hombres fluyen a toda prisa de extremo a extremo para saciar las peticiones. Sudorosos en este día de últimos de septiembre hablan bajo, se reprochan y se ayudan, se estorban y se dan las gracias. Los vasos se acumulan en una ventanilla de donde cada cierto tiempo una mano enfundada en un guante los arrastra hasta la cueva de las cocinas. Una lista de canciones tranquilas, en su mayoría en inglés, crean un ambiente neutro entre las mesas. La decoración intenta imitar a esas cafeterías parisinas del siglo pasado, con fotografías en blanco y negro y sofás de capitoné.
Repaso los versos y conforme mis ojos van leyendo, la punta afilada del bolígrafo los tacha. No me gustan, no me convencen, hablan de estupideces livianas. Empujo a concentrarme, tengo solo dos horas al día para escribir y una de ellas empieza a agotarse. Retrocedo unas quince páginas del cuaderno y solo se salvan dos o tres poemas con un OK escrito en la punta derecha del folio. Intento aislarme del ruido de la cafetera, las monedas cayendo en los platillos de postre y la musiquita constante de «buenos días, café con leche por favor». Es imposible escribir hoy. La agenda cerrada en la mochila parece gritarme las diversas reuniones con dirección y el informe de salarios pendiente de redactar. De los últimos versos solo sobreviven las palabras: “en la blancura del verano” y ahí, en esta mañana fría todo se ha detenido.
«Aún te quedan veinte minutos para sacar algo útil» pienso antes de dar el último trago al café. Con desesperación coloco las gafas de sol en mi cara y agacho la cabeza. Me digo que no hay nadie más en la cafetería. Intento volver a esos veranos del pueblo donde la gente se echaba a la calle como si las casas fueran gobernadas por las moscas. Los versos siguen sin encajar, pero anoto recuerdos del parque y de aquella melena saltando a la comba mientras sus amigas comían helado en el banco de piedra. La fuente clara rodeada de jilgueros y Blas el del quiosco sentado a la sombra con su perenne libro del Círculo de lectores.
El vaso plateado donde viene la cuenta golpea la mesa y despierta mi letargo. Eran ya demasiados los minutos ocupados con el café vacío. Anoto algunas palabras en el margen de la página y comienzo a recoger. Al ver mi reflejo al trasluz en la ventana compruebo lo idiota que parezco con las gafas de sol dentro de la cafetería en un día nublado. De nuevo, la mujer mayor con un sombrero púrpura apoyada a un garrote espera a que me levante. Tiene unos profundos ojos azules y una mirada arrugada, «como cuando las olas del mar son lentas y seguidas». Lo apunto también. En la barra los tres camareros con sus frentes brillantes ignoran mi euro con cincuenta por lo que les aviso con gestos de que las monedas van dentro del vaso. Mientras coloco la corbata vuelvo a mirar al trasluz del ventanal para saber si está en su sitio. Es entonces por casualidad cuando veo la misma melena de mis recuerdos andando a toda prisa por la acera de enfrente. Lleva una chaqueta roja y no cesa de mirar atrás, como si escapara de alguien o buscase una dirección. Siento que las manos me han empezado a sudar y no logro meter la libreta en el bolsillo pequeño de la mochila. Entre insultos — pues casi derramo el café de un caballero — logro salir del bar como si este se hubiera vaciado de oxígeno. Ella se eleva sobre los bordillos y antes de poder gritarle su nombre en mitad del corazón de la ciudad, un taxi la engulle. Quedo entonces en soledad, parece que la calle se ha derretido como una vela y la gente se ha marchado por las rendijas de los desagües. Por un momento no hay ruido, los motores, las conversaciones y la música de las tiendas se han parado. Hacía más de tres años que no volvía a verla, desde aquella feria en aquel rincón. Una vez más se me vuelve a escapar. El ruido revienta de nuevo mi cabeza y los poemas, caídos de la mochila, vuelan por la calle como simples hojas de otoño.
(continuará…)