UNA NOSTALGICA SINFONIA

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Manuel Molina

Habíamos quedado en una terraza a la espalda de la Gran Vía. Como siempre, él pidió un vermú blanco con aceitunas y yo una cerveza. A pesar de acercarse los últimos días de Julio, la calle bullía de gente cargada de bolsas de ropa o tomando el aperitivo. Nos sentamos bajo una sombrilla blanca y mientras él se encendía un cigarro yo observaba el ir y venir. El motivo de nuestro encuentro era para charlar sobre unos relatos que habíamos presentado a un certamen del que no obtuvimos respuesta. En medio de esa conversación surgieron varios de los motivos por los que entendíamos no haber gustado esta vez. Fue entonces cuando vimos a un muchacho en una mesa contigua, escribiendo en un portátil usando dos dedos con una velocidad endiablada. Con las gafas de sol clavadas en la pantalla, golpeaba con la punta de los índices cada pequeña letra como si se tratara de esos juegos de ferias donde debes atizar al conejo que sale del agujero.

  • ¿Escribes usando todos los dedos? Preguntó mi amigo antes de dar un sorbo al vermú.
  • Sí, aprendí hace una eternidad en una academia. Con el Método Caballero de mecanografía al tacto.

Aquella respuesta le pareció algo de siglos pasados, ya que mi amigo (al menos doce años más joven) no había conocido las máquinas de escribir más que en las fotos en blanco y negro de nuestros adorados escritores. Las teorías de nuestro fracaso en el certamen se detuvieron y con los ojos abiertos pidió con insistencia que le hablara de aquella academia donde se aprendía a escribir.

«La academia estaba en el centro del pueblo, justo al lado de un Parterre cubierto de jardines frondosos y árboles decanos. En ese Parterre, donde se ubica la iglesia de Santa María, se bebe en las terrazas y una escultura de niños jugando a las canicas rememora una “generación de calle” cada vez más perdida. Allí se encuentra un Teatro, el Ayala, y justo al lado hay un pequeño callejón sin salida. Es como un pasaje estrecho sin aceras donde, desde hace décadas, los hombres y jóvenes acuden a la barbería. También hay un bar donde trabajó mi padre y aprendió la mejor receta de caracoles de la provincia. Aún recuerdo sus interminables paseos bandeja en mano para servir las mesas. Pues en ese pequeño callejón plagado de vida, había una academia de mecanografía».

Mi amigo pidió otra ronda y un nuevo cuenco de aceitunas. Por su rostro veía que le gustaba mi historia, para él, que aprendió a escribir con tutoriales de internet en su propio ordenador portátil, aquello era como adentrarse en una novela antigua. Continué describiéndole las habitaciones donde las mesas de madera esperaban a los alumnos que acudían con su propia máquina de escribir al hombro. Las clases se impartían por la tarde, donde Manoli y Ángel hacían el esfuerzo de que los chicos rebeldes pusieran las manos en las teclas y no se entretuvieran con las trenzas o las musarañas. Pronto el tac, tac, tac, inundaba cada una de las habitaciones. Era como un concierto desafinado que cuando alcanzaba velocidad se transformaba en una nostálgica sinfonía. Asdfgf / Ñlkjhj, Asdfgf / Ñlkjhj…. Una y otra vez hasta memorizar con cada dedo cada tecla, cada palabra.

Aún recuerdo llegar a casa y encontrarme la máquina de escribir Olivetti Lettera envuelta en su bolsa de tela negra. Cuando la despojamos de su funda olía a limpio y tinta. Aprendimos a colocar el folio, cuadrarlo y tener la suficiente eficacia para no errar y borrar la palabra mal escrita. No, no tenía tecla de suprimir, le dije entre risas a mi amigo, había que usar el tipes y plantar una capa de plástico blanco para golpear de nuevo. Su sonido, ese tac, tac, ese tintineo acunó pronto, y sin saberlo, las primeras historias, los primeros relatos de instituto. La academia de mecanografía recibió durante años a docenas de generaciones de niños y niñas que aprendían a escribir entre sus paredes de madera. Al final de curso, atentos al cronómetro, se examinaban para teclear en alta velocidad el mayor número de pulsaciones y obtener el diploma.

Por un momento ambos quedamos en silencio y el bullicio de la calle nos inunda. Pienso en ese callejón, en el tac, tac, ese ejercicio continuo que como una droga inunda mis días y espera sobre el escritorio. Colocar las manos como el pianista que inicia el concierto, encender el ordenador, flotar y flotar con ese golpeteo de teclas que van hilando nuevas historias y viejos recuerdos.

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