TANGO DE LA LEJANIA

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Manuel Molina

Fotografías: Juan Moya y Redacción


Dicen que no hay mayor prueba que regresar al origen para saber lo que has cambiado. Cada vez que voy a Daimiel me gusta pasear por las calles y deambular sin prisa con la esperanza de encontrarme con viejos amigos. Pararnos en una esquina cualquiera y contarnos la vida y las canas. Fuera de tu origen también surgen amistades y lugares que se hacen parte de ti, pero nunca terminan de dejar el poso que maduró en la barrica de la infancia. Uno es de donde pace, es cierto, y cuantos más son los años que suman en el saco mayor es la grieta en la raíz. Tal vez he tenido la suerte de conservar gran parte de amigos de mi niñez y estos ocupan un lugar privilegiado a pesar de la distancia. Sin embargo, pronto te acostumbras al don del anonimato, esa coraza que se pone encima de los hombros cuando cruzas las líneas del mapa que te vio nacer.

Buceas por cualquier parte sin ser “nadie” entre un inmenso banco de peces con variedad infinita de rostros y colores. En grandes avenidas ajenas no llevas el pasaporte de un mote antiguo, de ser hijo de alguien, nieto de alguien o esposo de alguien. Todas esas piezas que componen tu verdadera identidad viajan bajo la careta de tu anonimato. Eres una simple abeja más en el gigantesco panel social.
En estas últimas visitas me ha llamado tristemente la atención la multitud

de casas vacías y cerradas. Las calles que recorrí en la adolescencia tampoco han sido ajenas al paso del tiempo. Te gritan desde su espacio rígido para hacerte ver que el viaje de huida, en ocasiones, es necesario. Contemplo las fachadas marchitas llorando sobre la acera pedazos de cal, con las persianas bajadas y la puerta bajo cadena. En los tejados la mala hierba hace cuna para los saltos de los gorriones y donde hubo un patio abierto de piedra con mujeres sentadas con silla y mandil, ahora solo permanece la chapa cubriendo el cristal roto. Casas viejas quebradas al paso irreversible de los años. La niebla de los días ha ido cayendo sobre ellas dejando sus muros en un total abandono. Las muertas, como las llamo con amargura en mi intimidad se han visto sentenciadas cuando sus ancianos habitantes han ido marchándose sin dejar heredero que las habite. O bien, el pueblo ha ofrecido tan poco que como yo, se han visto obligados a coger la barca y echarse al mar.

Las calles en que las muertas se multiplican se convierten en parajes sin vida donde los niños ya no juegan ni los timbres suenan en la hora de la siesta. Son espacios secos que acogen gatos callejeros y esperan que la humedad o el olvido las derrumbe. De sus ventanas, de donde siempre salía el aroma a puchero o las coplillas de las mujeres ahora cuelgan carteles descoloridos de “se vende”.
Tal vez como cantó Manolo García, este artículo es un «tango de la lejanía» y ante la propiedad privada poco se puede hacer. Las casas que van quedando como rosales marchitos son el arañazo de un pasado donde la calle hervía con sillas al fresco y juegos de comba y balón. Ahora sentado en el poyete de mi casa pienso en aquel tiempo mientras miro las cicatrices de las fachadas.
“…Sentí que todo marchita
Que todo se nos escapa
Como los trigales lentos
Lentamente hacia el olvido
Lentamente, sin remedio…”
(Fragmento de Prendí la flor. Manolo García)

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