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José Ignacio García-Muñoz (Queche)
La verdad, es que éramos unos privilegiados. Tener las llaves de la plaza de toros, era como tener las llaves de un parque de atracciones. El ruedo, sustituía ventajosamente cualquier superficie labrada, adoquinada, o empedrada de los alrededores, poco o nada adecuadas para la práctica del futbol. Además, eso de “correr” el tercio, en vez de la banda, le añadía al juego un toque de exclusividad, y si la jugada terminaba estrellando la pelota contra la puerta del patio de caballos o la puerta grande, que actuaban como improvisadas porterías, la jugada era de ovación y vuelta al ruedo.
Tras una frugal merienda a base de chocolate negro embutido en la miga del pan, continuaban los juegos hasta la caída del sol, que cansado de sí mismo, se ocultaba dejando un rastro de sofoco, sudor, caras enrojecidas, y polvo pegado a los pantalones, calcetines y costras de las rodillas… Probablemente el responsable de aquellas horribles “calenturas” que en ocasiones, adornaban las comisuras de los labios de la chiquillería, y que la tía Pili, ignorando tal vez, que esas pupas eran la manifestación de un herpes, o simplemente producto de una higiene descuidada, trataba de curar con cacao para los labios; lo cual creo, contribuía a empeorar la situación. Ahora, sonrío recordando la tirantez que producían aquellas costras cada vez que abría la boca para comer o reír, pero entonces eran un auténtico martirio.
Verdaderamente la plaza de toros era un lugar mágico, y prolongar hasta bien entrada la noche el juego del escondite en sus múltiples estancias un estímulo para la imaginación. La enfermería, los corrales, los pasillos vacíos y oscuros que daban acceso a los tendidos. Los chiqueros, el callejón, el patio de arrastre impregnados de ese olor especial que tiene una plaza de toros. Un olor a ganado, a campo, a muerte y tragedia, a fiesta y colorido, a polvo y griterío, a sudor y a sangre… Un olor qué, se percibía en un sinfín de lugares que solo los habituales conocimos y que renuevo cada vez que acudo a una plaza de toros. Recuerdo con especial emoción, una mañana que llegamos bien temprano para jugar. Entramos por la parte de atrás, por el patio de caballos franqueando la puerta metálica de la que teníamos la llave. Eran ferias, y el día anterior había sido el “desencajonamiento”, un evento en el que se exhibían públicamente en el ruedo los toros que iban a ser lidiados en la corrida. En esta tarea, participábamos asiduamente tirando de las cuerdas que abrían o cerraban las puertas que comunicaban las distintas corraletas en las que eran apartados los toros.
Pues bien, esa mañana, al entrar por la puerta del patio de caballos, observamos en el suelo unas boñigas frescas que en principio no deberían estar allí. Tampoco le dimos excesiva importancia si tenemos en cuenta, que los moñigos formaban entonces parte del paisaje habitual del pueblo. Nos dirigimos, a través de la puerta ahora abierta que comunica el callejón con el ruedo, y al desembocar en éste, vimos al autor del “adorno” de la entrada. No recuerdo con exactitud la ganadería, pero juraría que eran de Lisardo Sánchez. Lo que sí recuerdo, fue el vuelco en el corazón que nos dio a todos cuando se giró hacia nosotros, y encampanado, aquella mole negra abrillantada por la luz del sol, emprendió un trotecillo desde la puerta grande hacia donde nos encontrábamos al tiempo que levantaba girones de polvo del reseco suelo.
La desbandada fue general, pero el hecho de estar acostumbrados a andar entre toros, hizo que no perdiéramos la cabeza. Dos órdenes precisas de los mayores y nos subimos al tendido abandonando la idea de protegernos en el callejón que estaba abierto, y en el que como pudimos comprobar luego, había otro toro, de un total de tres; el último, había ido a parar en su deambular a la enfermería donde le descubrieron más tarde. Avisamos como pudimos desde el pasillo que hay detrás de la parte más alta del tendido, y quiso la suerte que pasara Floren, un antiguo trabajador de la bodega y más tarde repartidor de butano, con su carro cargado de bombonas. Según se supo luego, alguien había soltado a los toros para “hacer la gracia”.
El caso, es que el propio Floren era el encargado de echarles de comer a los toros mientras estuvieran en los corrales de la plaza, y recuerdo la poca gracia que le hizo nuestro descubrimiento que podía haber terminado en tragedia. Ni que decir tiene, que aquel día no hubo partido; y la verdad es que con aquél trio arbitral, si te mostraban roja directa, te podían mandar no ya al vestuario, sino más allá del Azuer. Nunca se supo quienes fueron el autor o autores de la gamberrada, pero si la divina providencia quiere que alguno esté leyendo esta humilde crónica, y se reconoce en ella, me gustaría agradecerle por la jornada de emoción, decirle que no le guardo rencor, y mostrarle mi más vivo interés por su familia.