MANDILES

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Manuel Molina

De niño me sentaba en el patio de casa mientras mi madre y la abuela cosían entre canciones de la radio y macetas de grandes hojas verdes. Encima de una manta y sobre aquellas paredes de azulejo pasaron los días felices de mi primera infancia. Con el sonido mecánico del run run de la máquina se cosieron infinitas aventuras imaginarias y tardes cálidas de merienda. No necesitaba más que aquel espacio cuadrado de suelo de cemento y tiestos de arcilla con tierra recién regada.  Mi mundo se reducía a una caja de juguetes y el canto de los canarios, sin embargo, aquel rincón era el más grande de los universos abierto a todas las posibilidades. En las noches de verano los corros de vecinas me acogían bajo sus mandiles. A la luz amarilla de las farolas y con interminables bolsas de pipas se tejían las historias del barrio, las recetas y el paso de los años. Alrededor de las alpargatas se recreaban en contar sus labores sencillas, y ante cualquier dificultad diaria, se tendían la ayuda o aplicaban la tirita de la paciencia. Después de una larga jornada con la casa clavada en los hombros, mataban el día entre confesiones y haciendo montañitas de cáscaras sobre sus faldas. «Coger el fresco» se convirtió en un oasis que poco a poco se fue extinguiendo, dejando los barrios huérfanos de sillas de plástico y carcajadas. En las largas noches de mi niñez no pasó un día que no aguardase nervioso, balón en mano, salir a la calle.

El mandil siempre fue signo de protección, nada podía pasarme si uno de ellos andaba cerca. Era como una capa de super héroe con flores estampadas o rayas.  Aquella prenda simple y humilde tenía en sus bolsillos un catálogo de soluciones, desde la llave perdida a la moneda exacta. Bastaba con sentarse en el poyete para verlos bajar la calle con la bolsa de tela dirección a la tienda de barrio. Su olor a cocina y colonia fresca me rodeó en multitud de ocasiones. Las vi esperar pacientes su turno o engullirse sin prisa en conversaciones llanas con el monedero bajo la axila. Todas aquellas mujeres eran el latido de la calle y dejaron para siempre el aroma de las raíces. Nunca esperaron grandes logros de la vida, pero supieron ver, quizás sin saberlo, que lo más bello estaba en las pequeñas cosas.

Ahora en muchos de sus tejados ya no humean las chimeneas ni el olor a puchero inunda el aire cálido de las vacaciones. Las ventanas permanecen cerradas y la cal se desconcha a pedazos sobre las aceras. Los mandiles quedan colgados en el perchero de mis recuerdos. Siempre me he sentido a salvo rodeado de mujeres, ellas eran un faro en el camino y sus manos, curtidas del trabajo duro, son la red y la cuna que aguantaba el hogar. Es el tiempo de las nuevas y valientes generaciones de bota, zapatilla o tacón. En su relevo tienen toda la fuerza para romper los cristales donde antes no pudo pasar la lluvia ni la luz.

Feliz día de la mujer.

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