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Manuel Molina
Tristemente, la palabra del año del pasado 2020 para Fundéu RAE fue «confinamiento». Era de esperar tras lo vivido a partir de aquel Marzo que nos marcará para siempre, que una palabra relacionada con la pandemia tuviera (amargamente) este honor. Sin embargo, ya andamos por el ansiado 2021, y a pesar de que estos primeros meses nos está golpeando con los datos terribles de la tercera ola y los fenómenos meteorológicos que han cubierto de nieve gran parte del país, sigo teniendo esperanza de encontrar pronto la ansiada normalidad. Al menos en mi caso confío, una vez más, en la responsabilidad de la sociedad y que la vacuna vaya derritiendo el hielo de la calzada como el sol en primavera.

Sin embargo, no he venido a seguir hablando de un tema que ha monopolizado las conversiones de todas las familias y que en muchos casos las ha cubierto de dolor. Esta vez quiero rendir homenaje al más dulce de los confinamientos; el recreo. Allá por los noventa, era sonar la sirena en el colegio público Calatrava y salir corriendo a aquel patio rodeado de verja verde que nos abría una multitud de vivencias. Con nuestras pequeñas estaturas a través de los barrotes veíamos el mundo adulto pasar con su ajetreo cotidiano. La barra de pan asomando por las bolsas de tela cruzaban la calle mientras los hombres, en su descanso de las diez, charlaban en la puerta de los bares cercanos entre humo y café con leche. Era un universo ajeno a la candidez infantil donde todo se atisba demasiado lejos, donde los problemas se reducen a si te dejarán salir a jugar después de las clases. Aquellas rejas separaban, sin nosotros saberlo, la dulce edad de la infancia donde nadie nos pone fecha de caducidad hasta que un día te levantas y frente al espejo encuentras un hombre de aquellos de corbata y café.

Al otro lado de los setos, con nombre de pintor daimieleño y frente al edificio cuadrado de las aulas se encontraba el oasis de la deseada juventud. Aquella que no corría por el patio ni saltaba a la goma, si no que se besaba por primera vez en los bancos de madera o debatían sobre exámenes bajo las carpetas forradas con la Super Pop. La escultura de hierro de Don Quijote y Sancho compuesta por piezas de un vehículo destripado sostenía aquella frontera entre el niño y el joven. Era el siguiente escalón, y lo mirábamos con la incredulidad y la envidia de una libertad vigilada. Recuerdo que uno de los mayores logros fue cuando llegamos al curso en que en el recreo podíamos salir a la calle. Como símbolo de madurez, se abría ante nosotros la posibilidad de pisar la acera entre horas lectivas y demostrar a los que ahora miraban por las rejas verdes quien eran los mayores del lugar.

Que rápido se endurecen las suelas de las botas y se dejan atrás los caminos plagados de bifurcaciones y dudas del viajero que comienza. El recreo del colegio era un hermoso libro en blanco donde cada uno de nosotros fue lo que quiso soñar. Allí se celebraron bodas, se luchó en batallas, se jugaron finales de campeonatos, se derramaron lagrimas y reímos a carcajadas hasta partirnos las tripas. Lamentablemente, el tiempo corre demasiado y siempre vuelve a sonar la sirena de retorno…

“Que la vida iba en serio
uno lo empieza a comprender más tarde…”
Jaime Gil de Biedma.