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Manuel Molina
Escribo al lado de la ventana. Se escuchan aleteos de palomas y ruido del ventilador mientras el sol que huye a la espalda del edificio tinta el cielo de un color violeta. Es finales de Agosto y ya se observa uva vertida por la calzada sobre todo al lado de los criminales resaltos. El olor a mosto se cuela en el aire y las vacaciones de verano comienzan a diluirse en la galería del teléfono móvil. La carretera multiplica cada mañana los coches que van y vienen con rostro de cartón. Esta tarde, al pasar la página del almanaque de la oficina he visto días en rojo que señalé hace unos meses con la sensación de que han transcurrido años.
Si todo hubiera sido de otra manera comenzaría este relato hablando sobre la infancia y la ilusión cuando la luz inunda todo y florecen máquinas de colores. Tal vez podía escribir de cómo cada primero de septiembre bajaba a la juguetería para elegir entre toda clase de artículos colocados en la acera una excavadora de metal o un muñeco de las Tortugas Ninja. De una plaza abarrotada en terrazas de vermut y la libertad de correr por las calles cortadas al tráfico de camino al parque. Sobre el miedo que ya confesé a los cabezudos que caminan rectos ocultos en largos trajes de tela y el ruido de los fuegos artificiales. Quizá usaría líneas para describir el sabor de las almendras garrapiñadas y la tentación a la suerte de la tómbola y sus cachivaches. La sonrisa de los padres que esperan pacientes en la estación del tren de la bruja y la oscuridad infinita de su túnel.
Qué bueno sería hablarles también de las primeras noches de la adolescencia. Exprimir al máximo la hora fijada y gastar hasta la última peseta en viajes de barco o patatas fritas. Dejarte como un idiota los nudillos en la bola de boxeo o agotar los plomos de la escopetilla con el único objetivo de que ella se lleve a casa el mayor de los peluches. Cantar en el concierto hasta secarte la garganta los temas que has quemado durante todo un invierno en el casete. Envidiar a los mayores que funden la noche bajo los focos sin ser consciente que en un suspiro añorarás a los jóvenes que se besan detrás de los coches de choque.

Y qué decir de la locura de los veinte años donde pareces inmortal y todo acaba a la luz del sol devorando churros con chocolate. La total ignorancia de que cada uno de los amigos con los que saltas, bailas y gritas buscará su propio camino en pocos años. Comerte cada día como si fuera el último y tener gasolina suficiente para continuar hasta que las bombillas se apagan y los boletos sin premio ensucian el suelo a primera hora de la mañana. Sentir la ilusión gastada y el bolsillo vacío el cinco de septiembre mientras todo se desmonta intentando agarrar un verano que se escapa.

Si nada de esto hubiera pasado, escribiría sobre cómo se echa de menos esas largas sobremesas o lo abrazos de reencuentro en el Parterre. De que nada tiene que ver caminar sobre feria ajena, porque aunque todas parezcan iguales, hay una raíz que se clava en el pecho a base de recuerdos. Ahora que el sol termina de esconderse por los tejados lamento en estas líneas que esos días que siempre están rojos en el calendario no tengan color ni fuegos artificiales. Esperaremos pacientes al año que viene…
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