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Manuel Molina
¿Te has parado a observar alguna vez como una golondrina bebe en una alberca? ¿La técnica con que planea alrededor o el gesto de su pico, que como si de una cucharilla de café se tratase, recoge una pizca de agua en pleno vuelo? Julián, de ochenta y muchos años sentado a la sombra del manzano mira de reojo cuando le cuento el número de ellas que esperan turno desde la antena de televisión que hay en el tejado. Se coloca el sombrero con sus manos arrugadas, da un trago al botijo y apunta que los pobres animales buscan un sorbo desesperado. “El riego por goteo les ha robado las regueras de agua que corrían antaño entre las viñas dejándolas sin esos charcos donde paliar su sed. Estamos destruyendo todo”. Con la camisa abierta se mantiene en silencio hasta la cena y apoyado en su garrota deja pasar la tarde. Es un hombre de campo ajeno a la vorágine que sucede entre las mesas de oficina de donde provengo. En estos días le hablo de mi trabajo, pero intuyo que escucha perdido, no desea entender esos edificios de cristal donde el sudor ha sido sustituido por una falsa comodidad que ahoga los nudos de corbata.

Este año el mar no será quien parta mi verano en dos. He buscado refugio en Daimiel para pasar los días de vacaciones entre viñedos verdes que aun dejan engordar sus racimos. No hay más oleaje que sus pampanas moviéndose con el poco viento que sopla a cuarenta grados. Las cigarras cantan mientras un gato color nuez es incapaz de moverse de debajo del coche el cual ha tomado como guarida. Cada cierto tiempo un higo maduro se estrella contra el suelo dando sustento a las hormigas que recorren con disciplina el camino hasta su agujero. El único que aguanta al sol sin quejarse es un espantapájaros de camiseta roja, gorra de publicidad y unos brazos de tiras plateadas que deslumbran a lo lejos. Cada tres o cuatro horas pasa un coche levantando el polvo y los tractores detienen su marcha a la altura de la cerca para saludar.

Las mañanas aquí son sencillas, me despierto con la salida del sol y realizo cincuenta minutos de caminata hasta la tierra donde en 1443 “dieron batalla en el Campo de Barajas muy reñida y sangrienta” como reza la parcilla encalada de un viejo caserón. En aquellas tierras en las que nada tapa la vista (más allá de la mezcla de marrones que acoge casillas salpicadas) tuvo lugar una guerra que hizo desaparecer un pueblo entero. Tras mojarme adrede con unos aspersores que riegan el jardín del cortijo, regreso hacía la alberca fantaseando con espadas y valientes guerreros, agitando mi mente novelesca con personajes como el Maestre de Calatrava o el infante don Enrique. Una cuadrilla de jornaleros que recogen cebollas en cajas de madera me saludan a lo lejos, quizás me han visto distraído agitando la cabeza, intentando acudir por un instante a ese siglo XV que hay bajo mis zapatillas cubiertas de polvo. ¿Cómo pensar que entre esas alpacas que dormitan esperando ser recogidas se arrasaron cosechas y se quemaron hogares? Camino mientras leo en el teléfono móvil que fue tal la saña del enfrentamiento que los habitantes de aquel pueblo se marcharon a la villa de Daimiel dejando morir de olvido lo que un día se llamó Barajas. El caserón va quedando a lo lejos como una roca blanca y al cruzar el puente de la autovía un golpe de realidad temporal apaga los duelos de espadas con sonidos de motor y claxon.

El agua de la alberca brilla bajo el sol y Julián limpia a duras penas las malas hierbas que crecen a los pies del manzano con una azada pequeña, casi de juguete. “Vengo de Barajas” le digo mientras me limpio el sudor, y él, con la mano a modo de visera me pregunta por los jornaleros de las cebollas. Tras mi respuesta vuelve agacharse como si un capataz de todos los que ha tenido en su juventud le estuviera mirando. Antes de tomarme un café voy al huerto y observo las flores moradas que están abriendo junto a la valla. Una araña patilarga teje despacio entre las hojas mientras las abejas vuelan alrededor de los tubos apilados. Los días en la alberca se hacen cortos, pero la vida transcurre apacible y lenta.
Feliz Verano.