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Manuel Molina.
Antes de que su padre le llevara de un tirón al otro lado de la parroquia a reprenderle, el rubio lo había intentado por todos los medios.
A tres días de Nochebuena esperaba tieso como un muñeco de nieve a que su madre terminase de ponerle todas las fundas (bufanda, gorro con pompón y manoplas) aparte del previo restregón de la abuela para barrer con furia y pañuelo un gusano verde que se le caía de la nariz. En la calle el frio escarchaba el suelo dándole un aspecto acristalado y la respiración se dibuja en el aire con nubecitas de vapor.
En la esquina de Estación con Pacífico había quedado con su prima, que al atisbar al rubio subiendo y bajando el adoquín con saltos laterales, corrió calle abajo con sus rizos morenos bajo el gorro rosa de lana. Las bombillas de colores resaltaban en la noche, y un grupo de veinteañeros conversaban apoyados a la pared de un disco bar con ese don que elimina el frio de la piel y que sólo se da en la juventud.
A menos de un par de metros delante de sus padres, el rubio y su prima conversaban como locomotoras sobre los juguetes que ya habían señalado en el catálogo. Abrazados por el hombro discutían de la inutilidad de cada uno de los elegidos por el contrario, y de reojo miraban para cerciorarse de su razón a los cuatro adultos que caminaban tras ellos.
La plaza de España enfrentaba en sus extremos la oliva milenaria y el árbol de Navidad que lucía brillante sobre el barullo de vecinos que conversaban en corros con la barbilla metida en la bufanda. Los niños pronto usaron sus cortas pero ágiles zancadas para meter prisa e ir directamente al portal de Belén viviente, ya que al rubio le gustaba observar embobado la burra y los corderos que acompañaban el nacimiento. Pero fue al llegar al Parterre y aprovechando que sus padres charlaban con un matrimonio de ancianos que cogidos del bracete volvían al calor del brasero, el rubio y su prima tomaron la decisión de cumplir el plan que habían formado entre susurros.
Con el descuido que producen los encuentros subieron la pasarela de madera y se adentraron entre el tumulto que se agolpaba frente a la sartén en la que varios pastores daban a probar chocolate con churros y migas. Su poca estatura les impedía adelantarse a los largos brazos que ansiosos buscaban su ración, y fue en ese momento, previo guiño de ojo, cuando la prima del rubio comenzó a llorar con fuerza. A su lado, un hombre con bigote canoso y chaqueta de pana que esperaba junto a su mujer, ofreció un vaso a cada niño. Sin perder tiempo intentaron salir del laberinto de piernas y miradas de susto dirigidas a unos vasos de plástico que derramaban chocolate caliente. Usando la picardía habitual del rubio lograron salir por un lateral previo salto de un banco de madera. Sería entonces, a pocos metros de lograrlo, cuando su padre le agarró de una manga y derramó el chocolate por el suelo de baldosas alargadas. Con un rostro pálido, casi de fantasma, le pidió explicaciones de donde habían ido sin avisar ante el llanto incesante de su prima. El rubio, con el pantalón manchado y el gusano verde asomado de nuevo por la nariz, confesó que vieron a Papá Noel muy triste y pidiendo de comer. Entre los brazos de su padre y con la voz entrecortada confesó que ellos solo querían ser buenos en Navidad para recibir regalos y entonces señaló al rincón del portal de la iglesia. Allí, un hombre de barba blanca con un gorro colorado se refugiaba del frio entre cartones y mantas repletas de sietes.
Feliz Navidad y próspero 2019 a todos los lectores de Daimiel al día.
9 comentarios
Cómo siempre, muy bonita lectura y en estos días tan especiales, te ayuda a pensar en nuestros semejantes. Feliz Navidad