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José Ignacio García – Muñoz (Queche)
Eran algo más de las diez y media de la noche. En la oscuridad del templo, golpeando sus nudillos contra la columna, el Santísimo Cristo marcaba un compás sordo y rítmico que rebotaba en las paredes centenarias para después caer lentamente hasta la cenicienta madera del suelo: uno, dos, tres…uno, dos. La secuencia se repetía una y otra vez a medida que Ricardo Fernández del Moral Pozuelo desgranaba el martinete y la toná que, desde la plaza de toros y flotando por el aire se colaba por debajo de la puerta de la sacristía de San Pedro.

Unos centenares de metros más allá; en el coso del Paseo del Carmen, el respetable escuchaba expectante como Ricardo; nuevo en esta plaza, toreaba los cantes fundamentales con los que abrió el festejo. Una plaza que presentaba un aspecto que dejaba sentir el cariño con el que se habían hecho las cosas por parte de la dirección de la cofradía
Bulerías en tonos menores inspiradas en León Felipe, y una Farruca, desembocaron en el Polo que toreó Ricardo con un estilo clásico muy del agrado de la afición lo mismo que las Alegrías.


La plaza se iba caldeando al igual que la noche con una faena que iba a más, hasta que por chiqueros salió la Milonga. Con un nudo en la garganta escuchamos el brindis con que nuestro cantaor dedicó la faena a todos aquellos que un día, por una u otra razón, tuvieron que buscarse la vida por esos mundos de Dios lejos del olivo milenario, de la Manola y del parterre. De los tallos y los cortadillos. Del “ande vas con la que está cayendo”, del llamador de las portadas. Del humo y sirenas de la feria, de las tertulias a la fresca…Ricardo se pegó el arrimón, y por momentos parecía que la nostalgia iba a enganchar las telas de su garganta, pero, ahí nació un cante pleno de emoción, de toreo desmayado, de mano baja y pulsaciones altas que el público puesto en pie aplaudió sin reservas. En la distancia, desde el fresco vientre de Santa María, la “Morenita” asentía <Somos emigrantes que tenemos fe>

La noche se venía arriba, y en el siguiente toro, la plaza se puso del revés.
Las sevillanas cofrades salieron al ruedo buscando pelea, pero Ricardo las recibió a portagayola. En San Pedro, el manto de la Amargura, hoy un poco menos amarga, acariciaba el suelo, y sus pies se deslizaban mientras hacia los careos con su hijo.


Con el corazón bombeando con fuerza, se hincó de rodillas el maestro mientras miraba de reojo a su madre emocionada en el tendido. Administró Ricardo tantas largas cambiadas como coplas tenían las sevillanas, auxiliado en la lidia por Marta Serrano, Celia Luján al baile, y Juan Montoya a la percusión. La ovación al término de la faena se elevó hasta el cielo, donde centenares de hermanos coloraos sentados en otras tantas estrellas, asistían al espectáculo desde el tendido del universo. Cuatrocientos cincuenta años de hermandad son muchos años, y muchas las almas que brillaban la otra noche por encima de nuestras cabezas.

A estas alturas, la segunda oreja estaba en el canasto y la puerta grande entreabierta. Confirmó el presidente de los coloraos la alternativa, la gente invadió el albero, y Ricardo regaló al respetable el sobrero con los inevitables fandangos, cosechando el triunfo en forma de abrazos antes de salir por la puerta grande.
Dicen, que ese fin de semana un tal Alcaraz ganó Roland Garros, y que Morante salió a hombros en Madrid por la calle de Alcalá arriba. Me parece muy bien.