EL SUSURRO DEL TIEMPO: AQUELLOS DÍAS, ESTOS AÑOS

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Paki García Velasco Sánchez

Dedicado a todos aquellos que, en algún momento de sus vidas, se han cruzado en mi camino y que, a pesar del tiempo transcurrido, seguimos aquí, manteniendo viva una amistad que perdura con el paso de los años.

Que el tiempo pasa, y apenas nos damos cuenta de ello, es un hecho verdadero. Un día abrimos los ojos, y ya no somos los mismos niños que corrían alegres por el patio de casa persiguiendo a esos amigos y vecinos que compartían aquellas aventuras interminables e inocentes, en aquellos años de nuestra niñez, riendo sin preocupaciones y creyendo que el mundo era infinito. De aquellos días de infancia solo nos quedan los recuerdos, esos recuerdos guardados en el corazón como pequeños tesoros que el tiempo no puede arrebatarnos.

¿Dónde quedaron aquellos amigos con los que compartimos tardes enteras de juegos y aventuras? Nos prometimos una y otra vez que siempre estaríamos juntos, que nada nos separaría, pero la vida nos llevó por distintos caminos. Algunos quedaron cerca, otros se perdieron en la distancia y unos pocos permanecen a nuestro lado, testigos de nuestra transformación.

Nuestros padres, aquellos héroes inquebrantables de nuestra niñez, también han cambiado. Los vemos ahora con canas en el cabello y arrugas en la piel, y nos duele darnos cuenta de que también han envejecido. Alguna vez nos sostuvieron en sus brazos con firmeza, nos enseñaron a andar en bicicleta y nos curaron las heridas con un beso. Hoy, somos nosotros quienes les ofrecemos el brazo para caminar, quienes les explicamos cosas que ya olvidan y quienes los miramos con la nostalgia de saber que el tiempo no perdona a nadie.

Pero también hay padres quienes ya no están entre nosotros. Quienes se fueron en silencio, dejando un vacío profundo e irreversible. Aquellos padres que alguna vez nos abrazaron, nos guiaron y nos amaron con todo su ser, se despidieron, llevándose consigo un pedacito de nuestra historia y de nosotros mismos. Ahora, en su ausencia, vivimos con el eco de sus voces y la huella de sus enseñanzas, aprendiendo a seguir adelante con la memoria de su amor y la certeza de que, aunque ya no estén, siempre permanecerán presentes en nuestro corazón.

Nosotros también hemos cambiado. La piel ya no es la misma, las preocupaciones son distintas y el corazón, aunque sigue latiendo con fuerza, ya conoce de despedidas y ausencias. La vida, a lo largo de los años, nos ha golpeado, nos ha enseñado y nos ha dado momentos de felicidad y de tristeza. Pero a pesar de todo, seguimos adelante, aferrados a esos pequeños instantes que nos recuerdan por qué vale la pena este viaje llamado vida.

A veces, al cerrar los ojos, podemos escuchar las risas de nuestra infancia, sentir la brisa de aquellos días interminables de verano y ver a nuestros padres jóvenes, llenos de energía. Esos momentos siguen vivos en nosotros, en cada anécdota compartida, en cada foto desgastada, en cada rincón del alma donde el tiempo no puede tocar ni cambiar nada.

Aquellos niños de entonces, ahora somos adultos. Muchos de nosotros somos padres y vemos en los ojos de nuestros hijos el reflejo de lo que alguna vez fuimos. Ahora somos nosotros quienes contamos historias, quienes enseñamos a andar en bicicleta y quienes curamos heridas con un beso. La vida nos ha dado la oportunidad de revivir nuestra infancia a través de ellos, de entender a nuestros propios padres desde una nueva perspectiva y de darnos cuenta de que el tiempo, aunque implacable, también nos regala nuevas oportunidades para amar y atesorar momentos inolvidables.

La vida es un suspiro, aprovechémosla. Hoy estamos aquí, y mañana seremos un recuerdo en la memoria de alguien más. Por eso, digamos en todo momento lo que sentimos, riamos sin miedo, volvamos a jugar de vez en cuando como aquel niño que un día fuimos y que aún habita en nuestro interior, y sobre todo, abracemos a quienes amamos. Porque así, dentro de unos años, cuando miremos atrás, lo único que realmente importará será cómo vivimos el tiempo que nos fue dado.

Y entonces, como alguna vez dijo José Saramago: “El día que muera sabré que he vivido”

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