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Paki García Velasco Sánchez
Vaya mi agradecimiento a Conchi y Encarni por haberme proporcionado los nombres de algunos de los vendedores que solían estar en nuestro Mercado hace años.
Fotos sacadas de Internet
Hoy, este artículo va para ell@s, para los vendedores y vendedoras que día a día se ponen tras el volante para recorrer kilómetros y kilómetros cruzando pueblos y ciudades hasta llegar a su destino, y una vez allí, pasar largas horas de pie, soportando el calor o el frio que cada jornada les trae. Para estas personas que no se definen por lo que venden, sino por lo que ofrecen, a esos que te reciben con una sonrisa, con una energía innata que parece iluminar el entorno. Quizás para muchos solo sean el vendedor de turno, el que ofrece sus productos con amabilidad, pero para muchos clientes son un pequeño encuentro, una historia que se une con la tuya mientras te atienden tras el mostrador con esa conversación que se entrelaza con nuestra rutina diaria, ya que siempre encuentran algo amable que decir para hacerte sonreír. Y es que, sin ellos, nuestro mercadillo tal y como lo conocemos, no sería posible. Porque son estas personas con su presencia, esfuerzo, dedicación y una pasión inconfundible, las que siguen dándole vida y manteniendo intacto ese espíritu tan único que lo hace, de alguna manera, un poco nuestro.

Nuestro mercadillo, ese rincón de encuentros donde cada martes, desde que tengo memoria, se ha convertido en un refugio entrañable que sigue acogiendo a todos con la misma calidez y nostalgia de siempre, a pesar de los cambios que ha vivido a lo largo de los años. Y es que, al caminar entre la gente y los puestos, parece que el aire mismo está cargado de una memoria colectiva. Los años pasados, con sus costumbres, risas y pequeños detalles, siguen vivos en las miradas y los gestos de algunas personas y vendedores.
Ahora nuestro mercadillo tiene muy poco que ver con el de antes, con el de aquellos tiempos en donde las calles aún respiraban la calma de los días sin prisas, donde para muchas de nosotras y acompañando a nuestras madres, las mañanas del mercadillo eran como una fiesta de colores, sonidos y risas. Los puestos, tan variados y llenos de vida, ofrecían todo lo que pudieras imaginar y mucho más, como esas frutas y verduras frescas de la tierra, telas de algodón que prometían vestidos para el verano, y como no, adornos antiguos de esos que ya no encontrabas en tiendas, pero que aún guardaban la esencia de la infancia de nuestros mayores.
El gentío que recorría los pasillos de nuestro Mercado Municipal no tenía la ansiedad ni el ritmo frenético de hoy. En aquellos años, todos se conocían, y para nuestras madres y abuelas era fácil entablar una conversación con el pescadero, el carnicero, el frutero, la vendedora de ajos, o cualquier otro comerciante. Eran tiempos en los que la cercanía y la calma formaban parte del día a día. Y es que, si nuestro Mercado de Abastos pudiera hablar, ¡cuántas historias contaría de los recuerdos que guarda entre sus paredes!!
Y así, como si fuera un flashback, los recuerdos de aquellos años lejanos han asaltado mi mente. Recuerdo aquel tiempo sin prisas, cuando, junto con nuestras madres, íbamos a comprar “al martes” (una expresión que, coloquialmente y en aquellos tiempos, solíamos decir aquí en Daimiel).

Al mismo tiempo recorren mi pensamiento algunas imágenes de aquel mercado. Y lo primero que me viene a la cabeza es que, al llegar a la calle Santa Teresa, ya se empezaban a ver los tenderetes y toldos de los puestecillos que se colocaban en la entrada y alrededores de nuestro mercado. ¡Cuánta vida había por entonces en aquellas céntricas calles!»
Después, al pasar por la puerta principal y subir los escalones que conducían a la primera planta, nos encontrábamos frente al mosaico que preside la pared, y justo al lado de él, un puesto de hortalizas y verduras. Al adentrarnos en ese primer piso, estaban ubicadas las carnicerías, pescaderías, un puesto de fiambres, los encurtidos, y, además, uno de dulces caseros que regentaban dos hermanos, los cuales hacían unas tortas y magdalenas que… mmmmm. En las carnicerías, entre otros estaban: Germán, Amalio, El Baratito, Carambolo, Fanique, y Mari Carmen, esta última según me dicen, vendía pollos. Y en las pescaderías teníamos a: Perula, Chilas, Roque, Marcela, Soto etc…
En esa misma planta también se hallaba el bar, ese bar con una enorme barra y en donde los vendedores podían tomarse un café calentito a media mañana, incluso acompañarlo con un rico churro de la churrería Alcázar que también se encontraba por allí.
En la planta baja se colocaban los puestos de verduras y los fruteros; algunos venían de fuera mientras que otros eran locales. Entre ellos, estaban los Traperos, una familia cuyo legado perdura hasta hoy, ya que alguno de sus miembros sigue aún con la venta. Ya en la planta superior, se podían encontrar puestos de ropa, calzado, menaje para el hogar, telas, etc. Precisamente en esa planta y a un muchacho llamado Adolfo, le compré mis primeros zapatos de tacón alto. ¡Qué chulos eran!»

Lo que también recuerdo son los vendedores y vendedoras de ajos, que se ponían, estratégicamente por todo el mercado, especialmente en las escaleras, todos ellos llevaban una romana de esas antiguas para pesarlos.
Ya en la calle, se podían ver varios puestos más, entre otros: el de las cortinas, las puntillas, calzado, las telas, menaje, adornos, o el de la bisutería, donde rara vez pasaba un martes sin que mi madre me comprara unos pendientes de esos enormes y aparatosos que por entonces se llevaban… ¡Me encantaban! Y justo enfrente de este, había otro puestecillo que era el paraíso de los melómanos, un espacio lleno de cintas de casete con los últimos éxitos del momento. Fue allí donde conseguí mi primera cinta de Mecano, un grupo que, aunque casi desconocido por entonces, empezaba a sonar mucho por la radio… ¡Qué poco imaginábamos lo alto que llegarían!»
¡Y cómo no hacer una mención especial a Curro y a su puesto de retales! Unos retales que, por aquellos años, costaban a cien pesetas la pieza y que a muchas de nosotras, nos dieron la vida y alas para hacernos faldas y vestidos increíbles en nuestras clases de corte y confección, (clases que algunas teníamos varios días a la semana con Joaqui, mi profe de tijeras, aguja y dedal). Fue por aquel entonces y a raíz de echar los trapos al suelo para que escarbáramos como las gallinas, que muchas de nosotras adoptamos una expresión (y que aún conservamos), de decir cuando nos cruzamos con alguien los martes de camino al mercado: “¡Voy a remover al mercadillo!”.
También cabe mencionar que, después de estar ubicado tanto tiempo en el céntrico edificio diseñado por Miguel Fisac, se optó por trasladar nuestro mercadillo al recinto ferial, una decisión que, en su momento, no estuvo exenta de polémica y que disgustó a muchísima gente.
Esto es solo una pequeña parte de lo que recuerdo de todo aquello. Es como si el paso de los años hubiera creado una cápsula del tiempo en mi memoria, un lugar donde los buenos recuerdos permanecen intactos, listos para revivir esas sonrisas una y otra vez…


Y es que el mercadillo, por decirlo de alguna manera, para mucha de nosotras, es como una gran red social (pero en vivo), que nos permite interactuar con todo el mundo. Y que, gracias a ese contacto cercano, hemos tenido la suerte de conocer y conversar con personas que antes solo nos cruzábamos por la calle, y me atrevería a decir que, sin estos momentos, quizás ni ellas ni nosotras nos habríamos dado la oportunidad de saludarnos.
A lo largo de los años, hemos tenido la ocasión de conocer a muchas personas por allí. Recuerdo por ejemplo a Claudia, quien vendía telas y retales de todo tipo, y que, cuando falleció, su marido y su hijo asumieron el negocio. Si necesitamos alguna cosa de droguería o limpieza, siempre podemos contar con Mila y su marido, y es que ambos han estado allí desde siempre, o al menos desde que yo tengo memoria. Y no podemos olvidarnos de Rafa, un muchacho del pueblo muy amable, que cada semana nos muestra prendas de calidad y a precios inmejorables.
Tampoco me quiero dejar a Francisco y familia, quienes nos ofrecen ropa y accesorios de moda durante todo el año, bañadores en verano y prendas de abrigo en invierno. También quiero hacer una mención a los chicos de la zapatería Martínez, ubicada en Almagro, y de la cual padre e hijo (Juan Antonio y Ángel Luis, los zapateros futbolistas), llevan años vistiendo nuestros pies de comodidad y elegancia. Asimismo, y desde hace unos meses, tenemos nuevos vendedores que nos trae ropa de mujer de todo tipo y a precios variados. Y aunque aquí hago referencia solamente a algunos, son muchos, muchos más los que cada martes, abastecen a nuestro pueblo con sus productos: bolsos, bisutería, menaje del hogar, sábanas, telas, cortinas, calzado, ropa, accesorios, droguería, juguetes, hilos, puntillas, bazar, y como no, las plantas.
Ahora, y adentrándonos en el pasillo de los comestibles, nos encontramos a las chicas con las berenjenas y aceitunas de Almagro, acompañadas de ese delicioso olor a vinagre que tanto me recuerdan a los días de feria. Y al lado de ella, otros dos básicos de esa mañana, la churrería y el camión de los pollos asados.
Siguiendo por ese pasillo, tenemos varios puestos de fruta y verdura, el puesto de galletas, el de la miel y herbolario, los dos camiones del fiambre, el puesto de los frutos secos y chuches, el camión de la cuchillería, los congelados, o sencillamente esa bollería recién hecha que cada martes tiene una fila interminable de personas esperando para comprar esos dulces recién sacados del horno. Pero si a alguno le gusta más lo “salaillo” y lo que busca es un buen trozo de jamón, de queso, fiambre o alguna conserva, entonces hay que acercarse al puesto de Fernando. Allí, tanto él como su hijo, también llamado Fernando, (porque la tradición continúa), nos atienden cada martes con una sonrisa cálida y sincera, llenando cada momento de cordialidad y cercanía a todos los que pasan por allí.

Este artículo de hoy, se me ocurrió un martes cualquiera del mes de enero, y es que ese día fue de lo más lluvioso y frío aquí en Daimiel. Tan frío, que ni los gorros, guantes y bufandas eran suficientes para combatir las gélidas temperaturas de esa mañana al salir de casa. Íbamos como las cebollas, capa sobre capa, pero con el biruji que corría por esos lares, osease, por El Parque, aún nos faltaban prendas sobre nuestro cuerpecillo serrano para mitigar el helador clima mañanero jajaja.
Y si a eso le sumamos el airazo que hacía, ¡ahí sí que ya no digo ná y lo digo tó!, ya que por mucho que quisiéramos, no había forma de escapar del frío, vamos, ¡que teníamos un día de invierno en toda regla!
Porque claro, tú dime si así se van a colocar algunos de los puestos a vender, (ya que otros, como la droguería, la charcutería, la fruta, y algunos otros de comestibles varios y aunque llueva, son fieles a su cita y sí que vienen). Pero los de la ropa, calzado etc… nada de nada, ¡locos tendrían que estar para colgar las prendas en los tenderetes en días así!! Y claro, las consecuencias de todo esto, es que estuvimos esas semanas como pollo sin cabeza al no poder remover entre los muchos montones que instalan jajaja. Y que conste que no soy la única que piensa eso, que somos muuuuchas las que “tenemos mono” de ver todo colocado como cada martes, en otras palabras, todos los puestecillos en su sitio habitual. Nota mental mía: “en estos casos y en los días de lluvia, deberían habituar algún edificio de forma puntual para estas mañanas, sería genial tanto para nosotras como para los vendedores”

Y es que, en días así de fríos hay que ser muy valiente para probarte la ropa o calzado que encuentras, aunque todo sea dicho de paso, a nosotras las del pueblo, (que estamos hechas de otra pasta), el frío no nos puede, mejor dicho, que nos la “repamplinfla tó”. Por lo que, si hay que quedarse en mangas de camisa con las temperaturas bajo cero para verse el modelito de turno, ¡pues se despelota una y se queda tan pancha! (aunque luego estemos unos días con la voz de camionero y los mocos colgando jajaja)
Porque muchas veces, por no decir siempre, con el rasca que corre en estos meses de invierno por estos lares, tiene tela marinera (que para probarse algo de ropa o calzado), tengamos que quitarnos la cazadora o sencillamente sacar el “pinrel” a relucir de la bota “toa calentica”, para así comprobar que tal nos quedan esos zapatos tan chulos o ese jersey molongo que hemos tenido la suerte de encontrar… vamos, a pique de que te dé un “apichusque” y de los buenos.
También he de decir que eso no es nada a cuando nos ha pillado la lluvia por allí y encima probándote algo; ¡¡madredelamorhermoso, las filigranas y virguerías que hacemos nosotras son meninas!!, incluso a la pata coja nos hemos visto a veces sobre el cartón que te ponen los vendedores para que así no mojes el género… en ese caso los equilibrios que hay que hacer en ese momento (sobre tó a nuestra edad), son tremendos, vamos, lo cabal y medio para no “jostiarse” contra el frío y húmedo asfalto.
Y otra cosa que no me quiero dejar en el tintero, es que cuando nos probamos la prenda de turno para ver cómo nos queda, y si ese vendedor no tiene espejo, es que agarramos el móvil y zas, ¡foto que te crio!!, (segunda nota mental mía: como esas fotos vieran la luz algún día, se nos terminaba todo el glamour que derrochamos por los cuatro costados, josussssssssssss que caretos sacamos en todas ellas, ni el mejor de los filtros puede arreglar ese desaguisado jajaja). Que esa es otra, antes y para vernos la “probaura”, lo hacíamos en los espejos del baño (cuando había), porque y para el que no lo sepa, los baños hacen la función de probadores aparte de meódromos. El problema era que, al estar los espejos tan altos, servían muy bien para verte la parte de arriba, pero si lo que te probabas eran unos pantalones o falda, ¡ni a saltos llegábamos a vislumbrarnos las partes bajas en el espejo!! (entiéndase que por partes bajas me refiero a la susodicha falda o pantalón, no me seáis mal pensaos).

Y ya para terminar, hasta aquí mi artículo de hoy, no me extiendo más porque, entre unas cosas y otras nos van a dar las uvas. Tan solo quiero entonar un ‘mea culpa’, ya que esta crónica debería haber visto la luz hace algunas semanas. Sin embargo, la vida y mis neuronas sanas no dan para más, (aunque también influye, y bastante, el hecho de que soy más lenta que el caballo del malo).
Si este texto os ha traído buenos recuerdos, o sencillamente os ha sacado una sonrisa, me doy por satisfecha. Y si queréis experimentar por vosotros mismos algo de lo que he contado, ¡el próximo martes nos vemos por el mercadillo!!