LAS DESAPARICIONES DE LA CALLE GENERAL ESPARTERO

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Ángel  Vicente  Valiente  Sánchez-Valdepeñas

En el taller de Francisco Chicón siempre había un gran movimiento de vehículos. Los colores chillones de la fachada iluminaban la calle. Por entonces todavía atravesaba el pueblo la Nacional 420 (Córdoba – Tarragona) fusionada con la 430 (Badajoz – Valencia) . Era un tráfago de coches, furgonetas, camiones y motos, muchas motos.

El taller de Chicón había sido el antiguo taller de Eufrasio, taller en el que se habían formado en los años cincuenta y sesenta la mayoría de los mecánicos de Daimiel.  De vez en cuando, Meri (Baldomero), que trabajaba en el taller de mecánico, cruzaba con su mono azul la calle en dirección al Bar Cortijo, con un cigarrillo en la boca.  Allí estábamos contemplándolo unos cuantos mozalbetes, que nos habíamos encariñado con este bar  hasta el punto de formar parte de su decoración. Yo quedaba normalmente en el Cortijo con mi amigo Manuel  para ver los partidos de fútbol y también de baloncesto. Pedíamos una caña,  con unos calamares. Y éramos los hombres más felices del mundo. Comentábamos los lances del partido, contemplábamos la cerveza con admiración y hacíamos algunas observaciones emotivas sobre un grupo de chicas que entonces nos deslumbraban (y nos siguen deslumbrando).

Pensábamos que si hubiera un Paraíso debía ser algo parecido a estar allí  siempre,  siempre,  siempre.

Los sábados nos poníamos la ropa de bonito,  pero seguíamos haciendo lo mismo de siempre. Con una variación:  íbamos a la Plaza y al Parterre  a pasear y a ver si había algún modo de aproximarnos al famoso grupo de muchachitas. Pero no veíamos el momento ni la manera. Estábamos convencidos que era solo cuestión de tiempo. Únicamente debíamos aprovechar alguna ocasión favorable. Pero la ocasión no llegaba, y comenzábamos a impacientarnos. Luego, por la noche, regresábamos al bar Cortijo y nos tomábamos las últimas cañas.  A veces íbamos al Bar España, para cerrar el sábado como Dios manda.

Frente al Bar Cortijo, se encontraba el Bar Las Cruces, que era pequeño,  pero con una cocina grandiosa.  Allí se fraguaron, entre otras leyendas culinarias de Daimiel,  las famosas bilbaínas de la Upe. También eran de reconocido prestigio los montados de mero (mero de verdad), las raciones de calamares rebozados, las raciones de sepia, etc. En fin, un lugar de obligada visita. El olor del marisco se extendía por toda la calle y le daba un aire de vivacidad marítima que ahora no podemos encontrar. Era uno de esos locales donde muchos jóvenes comenzábamos la noche del sábado, merendando antes de salir a visitar los locales nocturnos.

            Al ir del Bar Cortijo  hacia la Plaza,  siempre nos parábamos a contemplar los escaparates de la Papelería Fernández. Sobre todo en Navidad o en las ferias. Los escaparates de esta papelería han sido siempre muy atractivos.

La Papelería  Fernández  tuvo  varias transformaciones a lo largo de su prolongada  historia. En una de ellas se amplió el local, adaptándolo a las exigencias de los nuevos tiempos. La impresión era de un local mucho más espacioso y con una oferta mucho más actualizada. Eran los años en que muchos íbamos a comprar el periódico y el Hola.

También contemplábamos el edificio de Correos. Sabemos,  aunque yo no lo conocí, que en el mismo lugar donde se encontraba el edificio  estuvo la cárcel de Daimiel. Una cárcel para presos poco peligrosos.

            A veces acudíamos al bar  El que faltaba. Este bar lo fundó en 1971 Fernando Rodríguez y estuvo abierto durante catorce años, hasta que se trasladó al Pub  Scala. Fernando y su mujer,  Mari  Carmen, habían convertido el local en una auténtica marisquería. Los fines de semana Fernando viajaba a Ciudad Real y se surtía de angulas, percebes, nécoras,  centollos,  gamba blanca de Huelva, calamares, sepia,  etc. Eran estos unos productos que no se encontraban por aquel entonces en Daimiel. Pero también ofrecía una excelente cocina manchega. En épocas de temporada podíamos encontrar allí setas de cardo.

Al contemplar las fotografías de aquellos tiempos,  uno se pregunta si todo ha cambiado para mejor. La respuesta,  desgraciadamente,  es que no.  Algunas cosas ciertamente son mejores ahora (por ejemplo los automóviles ahora son menos ruidosos, ya no se fuma en los bares, las calles están más limpias, etc.). Pero otras no. Puede que sienta añoranza de mi juventud,  en la que todo me parecía maravilloso.

            Entre los numerosos establecimientos que han desaparecido en esta calle se encuentran el Bar España, el taller de Seat, la pensión Los Ángeles, los dos comercios de Calderón (vajilla y tejidos), la pastelería de las Marchanas (con sus prodigiosas magdalenas), la taberna de Chule, la zapatería de Agustín Díaz de Mera, la Caja Rural de Daimiel (que luego en 1968 se transformó en Caja Rural Provincial),  la Caja de Ahorros de Ronda, Electrodomésticos  Modesto Díaz Salazar (Corchete),  la farmacia de D. Gustavo Lozano, la fábrica de gaseosas, la peluquería de Mangüe, etc..

Pasó el tiempo, cambiaron las circunstancias, cambiaron las mentalidades y entonces comenzaron a desaparecer los diversos locales, por aquí y por allá. La calle  General  Espartero  fue adquiriendo poco a poco otro aspecto. La desaparición de la carretera la hizo más tranquila,  pero más mortecina. Ya no resultaba tan peligroso para los niños y los ancianos cruzarla. Pero se hizo mucho menos interesante.

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