AQUELLOS DÍAS DORADOS QUE CABEN EN UNA CANCIÓN

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Paki García Velasco Sánchez

A todos los que se cruzaron en mi infancia, a esos con quienes aprendí a reír sin razón, a soñar sin miedo y a guardar en el alma los recuerdos más puros.

En el último programa de “Sábado Activo” en Radio Daimiel, Raúl Astillero estuvo poniendo temas musicales de distintas épocas y que en su día fueron canciones del verano de las que todos recordamos, es más, algunas de ellas de las que se quedan pegadas a nuestra memoria como un perfume antiguo. Y no sé cómo pasó, pero mientras las escuchaba, mi mente empezó a divagar, y una melodía llevó a otra y de pronto me vi envuelta en recuerdos que creía enterrados, tan lejanos y borrosos que, al encontrarlos de nuevo, sentí una mezcla de ternura y temor… como si al no evocarlos pudiera perderlos para siempre.

Dicen que recordar es volver a vivir, y no hay verdad más bonita, porque cerrar los ojos y viajar a aquellos veranos de nuestra infancia es como abrir una ventana a la alegría más sencilla, a la más auténtica. Cuando no teníamos casi nada y sin embargo, lo teníamos todo.

En aquellos años, literalmente vivíamos en la calle, aquello era nuestro patio de recreo, nuestra consola sin cables, jugábamos al balontiro, al dao, a la goma, a las cuartetas, al burro, al balón prisionero, al escondite etc … cualquier espacio valía para pasarlo bien. Bastaban dos piedras mal puestas para marcar una portería y una pelota medio desinflada para empezar un partido que siempre se sentía como un gran enfrentamiento. Y si durante la competición te eliminaban, no importaba, ibas a sentarte al bordillo porque ahí también había diversión, las risas, los cotilleos infantiles, las estrategias para el próximo juego etc… Entonces el reloj no existía, solo contaban las ganas de jugar y ese sol que nos doraba la piel y se llevaba sin que lo notásemos, los últimos restos de inocencia de aquellos días que ya no volverán.

Para buscar a los amigos no hacía falta WhatsApp, ni grupos, ni emojis, bastaba con ir casa por casa, asomarse al portal y gritar: “¡¿Fulanito, te sales?!”. Y claro que salía, y si lo hacía con el bocata en la mano porque estaba merendando, no pasaba nada, jugaba igual, porque en aquella época, las migas eran parte del uniforme de la infancia.

Y luego estaba la alberca, ¡qué maravilla!, aquel humilde charco que para nosotros era el paraíso y que muchas veces con su agua verde de oba resbalosa, convertía el suelo de la susodicha en una pista de patinaje. Nos íbamos hasta allí en bicicleta a las tres de la tarde (sin pereza) y llegábamos con los hombros ardiendo y los pies llenos de polvo, dispuestos a cazar curianas (que había muchas) y a tirarnos sin miedo para chapotear como patos en una piscina olímpica. No necesitábamos socorristas, teníamos libertad, instinto de supervivencia y un flotador reciclado de la cámara de un tractor.

La comida tenía otro sabor, a veces con las manos sucias, las piernas llenas de moratones, el alma contenta y sentados en el poyete de casa, el bocadillo de Tulicrem (aquella mantequilla de tres sabores) nos sabía a gloria. En algunas ocasiones nos daban un helado flash de esos largos, (a veces congelados a medias), que te dejaban la lengua azul y la cara pegajosa, otras veces era el turno de los polos de café con leche condensada que hacíamos en las cubiteras pequeñitas de casa y que sujetábamos con un palillo mondadientes. Y ya por las noches, era el turno de las pipas de tortasol, ¡qué ritual teníamos!, por cierto, que se nos daba genial pelar y escupir las cáscaras, lo hacíamos con precisión milimétrica y competíamos a ver quién llegaba más lejos, claro que luego tocaba barrer porque la madre de alguien siempre salía con la escoba jajaja.

Y mientras tanto sonaban las canciones del verano, aquellas pegadizas que todos tarareábamos aunque a veces no supiéramos lo que decían. Las ponían en la radio, en la tele, en el coche, incluso en la feria… eran la banda sonora de nuestros veranos. Y mientras tanto de fondo, los vecinos regaban la puerta con un cubo o barreño, “pa refrescar”, decían. Luego, momentos después, sacaban aquellas sillas de madera con el asiento de enea y se sentaban al fresco. Allí se hablaba de todo y de nada, se contaban chismes del pueblo, se reían anécdotas viejas y se vigilaba a los críos mientras nos decían “como te vayas lejos, cobras”

No teníamos móviles, no sabíamos lo que era una red social, pero teníamos una red de verdad, la de las personas, la de los vecinos que te llamaban por tu nombre, la de los amigos con los que compartías hasta el último sorbo de agua del botijo. Teníamos el cielo por techo, la calle por casa y la bici por bólido. Así un día tras otro, y cada día una aventura nueva, sin filtros, sin postureo, solo con lo puesto y muchas ganas de vivir y disfrutar.

Algunos días en el verano, en los que el sol se escondía por unas horas y el cielo se venía abajo con una tormenta repentina, recuerdo como nos quedábamos mirando las gotas golpear la tierra caliente, levantando ese olor a tierra mojada que todavía a día de hoy me atrapa el alma. Es un perfume de infancia, de ventanas entreabiertas, de ropa tendida que no llegaba a secarse y de un silencio distinto, como si el mundo también recordara algo y se detuviera por un momento.

Me siento afortunada de haber experimentado todo eso. Porque ahora, cada vez que huele a tierra mojada o suena en la radio una vieja canción del verano, vuelvo a aquellos días. Vuelvo a la alberca, a mis amigas, a mi bicicleta, a los juegos, a las tormentas de verano, a las risas con sabor a Tulicrem, al poyete, al dao, a mi madre con el cubo de agua regando la acera. Y aunque el tiempo pase y todo cambie a nuestro alrededor, esos recuerdos están ahí, quietos, intactos, firmes como los veranos de antes. Esos recuerdos que no se olvidan, que se agarran al alma con una ternura callada, esos recuerdos que nunca deberían perderse, porque todavía en ellos, somos quienes fuimos.

Son las dos de la mañana y aquí estoy escribiendo recuerdos de los de antes en una noche casi de verano. De nuevo vuelvo a sentir el polvo del camino, el eco de las risas, y esa mezcla inolvidable de amigos, cloro y una canción del verano que vuelve a sonar repetidamente dentro de mí.

Esto que escribo y estáis leyendo, no es casualidad, es todo lo que sentí al escuchar la radio, es la fuerza de los recuerdos verdaderos, los que nos despeinaron los miedos, los que tocaron nuestro corazón cuando éramos niños y se quedaron a vivir ahí para siempre. Yo solo he puesto las palabras, pero lo que hace que brillen es nuestra historia, nuestra mirada, nuestros veranos…

Alguien me dijo una vez que escribir con el alma es un regalo, un regalo precioso. Es como abrir una ventanita al pasado, es recordar algo bonito y hacerlo con tanto, con muchísimo amor. Es confiar, compartir, es dejar que la nostalgia se convierta en palabras y que nos acompañe en este viaje al pasado…

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