MONOGRÁFICO SEMANA SANTA EN DAIMIEL 2.025

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AROMAS DE INCIENSO, RECUERDOS Y FE.

Paki García Velasco Sánchez

Hay épocas del año que parecen tener alma propia, y sin lugar a dudas, la Semana Santa es una de ellas.

Semana grande, semana de emociones, de devoción, de pregones, semana de silencios, de rezos, de fe, de reuniones con amigos y familia.

En los pueblos especialmente, esta celebración se vive con una mezcla de fervor religioso, emoción y nostalgia familiar. Basta con que asome el viernes de Dolores, para que el ambiente cambie completamente, como si todo el pueblo se pusiera su mejor traje de recuerdos.

Las calles se llenan de vida, pero no de cualquier vida, no, de una vida pausada, de reencuentros y miradas que no necesitan palabras. Vuelven los que se fueron, los hijos del pueblo, esos que por trabajo o por destino partieron a otras ciudades, esos que nunca han dejado de llevar en el pecho el sonido y el sabor de su tierra. Las casas se llenan de colchones extra y de comidas para muchos, porque, “nunca se sabe quién vendrá a comer”.

La Semana Santa de antes tenía ese sabor auténtico de lo sencillo. Se limpiaban las casas con esmero, se encalaban las paredes para que todo estuviera perfecto y radiante en estos días. Había una especie de ceremonia en lo cotidiano, como si todo el pueblo se pusiera de acuerdo para embellecer y unir lo sagrado con lo humano.

¡Y cómo olvidar las comidas!! Eran días de abstinencia, pero nunca de hambre. La tortilla de patatas, el escabeche o ese potaje de vigilia, con sus garbanzos, espinacas y bacalao, todos estos platos llenaban las cocinas de un olor inconfundible. Por otra parte, las rosquillas, roscutreras, flores, barquillos o torrijas, se preparaban unos días antes, en cantidades imposibles y según la receta familiar. También estaba ese arroz con leche que sabía, y aún a día de hoy a muchos, nos sabe a infancia. Comer en Semana Santa era casi un acto de amor. Y es que no solo era comida, era hogar, era niñez, era ese: “todo va a estar bien” que a veces tanto necesitamos.

Las procesiones eran, y siguen siendo, el corazón de estos días. Desde pequeños nos enseñaban a respetarlas, a mirar con recogimiento y devoción, a guardar silencio cuando pasaba el Cristo o la Virgen. Y es que había algo sobrecogedor en el sonido lento del tambor, en ese arrastrar de cadenas y pies descalzos, en aquella saeta que rompía el silencio de la noche como un lamento. En cada paso se condensaba la fe, el esfuerzo y la emoción de un pueblo entero.

Los músicos y las cofradías ensayan durante semanas con mucha devoción y disciplina. Algunos Hermanos llevan años aguardando con ilusión su turno para cargar el Trono de su Hermandad o Cofradía. Es una herencia silenciosa que pasa de padres a hijos, sin necesidad de muchas palabras, pero cargada de orgullo y sentimiento.

Y al terminar la procesión, los bares del pueblo se llenan de voces, de cervezas y bocadillos compartidos, de conversaciones sobre cómo había salido el Paso este año o si llovería el Viernes Santo. Porque sí, la lluvia siempre es tema de conversación: temida e inevitable, pero también parte del rito.

La Semana Santa en el pueblo no es solo una celebración religiosa. Es un reencuentro con lo nuestro, con lo de siempre. Es la excusa perfecta para volver, para recordar, para sentir. Ya que a pesar del paso del tiempo y de que algunas costumbres hayan cambiado, sigue teniendo ese poder de unir, de emocionar, de hacernos sentir parte de algo que va más allá de uno mismo.

Porque para muchos ausentes, volver a Daimiel en Semana Santa tiene algo de ritual que reconforta el alma. Es como abrir un baúl de recuerdos, pero en lugar de polvo encuentran cariño. Volver a ver a la familia, reencontrarse con los amigos de siempre, caminar por las calles que ya conocen de memoria, y al llegar a esa en la cual jugaban, seguro que el corazón se les llena de voces de otros tiempos, de risas, de carreras con los amigos, de tardes que no se medían en horas, sino en ganas de seguir divirtiéndose.

Son esos momentos en los que de pronto reconocen un olor, un rincón, una voz… y les transportan a cuando eran niños, como si el tiempo no hubiera pasado. Son tesoros que solo se encuentran en nuestras pequeñas poblaciones, en esas raíces que nunca se arrancan del todo.

Y es que pasear por el pueblo es casi como abrazarse a uno mismo, es como si cada esquina, cada casa, cada banco del Parterre te recordara con cariño y supiera quién fuiste. Y esos abrazos que das a los que se quedaron aquí… son abrazos que no sólo reconectan, sino que curan. Porque venir al pueblo en Semana Santa no es solo una visita… es un viaje al corazón.

DESDE LA CARRETERA

Manuel Molina

Nos miramos unos a otros desde la ventanilla. Somos como una serpiente larga y metálica sin final que espera ir rectando por la carretera. El atasco a esta hora es horrible. Si levantas la vista más allá de la matrícula que tienes delante solo ves una masa de colores y humo. Miro por el retrovisor y veo a mi hijo jugando tranquilo con unos muñecos de superhéroes. Habla y despliega toda la imaginación que en esa edad es infinita y limpia. No necesita nada más que esas dos figuras para inventarse una historia y pasar el tiempo. Es ajeno por completo a los cláxones que retumban y las caras desesperadas que pisan el freno y el acelerador esperando avanzar diez metros seguidos. Volvemos al pueblo. Salimos de una ciudad anónima para acudir a la raíz, a esa raíz que no quiero que él pierda.

Cuando logramos avanzar y el atasco parece despejado, una modorra dulce lo duerme mientras el sol golpea su ventana. Mi mujer apaga la radio y en ese momento mi cabeza ya ha llegado a las calles, al ruido de los tambores y el olor a incienso. Tal vez, me digo, mi imaginación haya mutado y no sea la que mi hijo posee ahora con todo su potencial, pero intento no dejarla oxidada y muchas veces es la propia nostalgia la que hace de armadura. Vuelvo rápido a la casa que siempre es parte de mis historias, a esa casa que emerge de mis pensamientos con distintas formas. A veces es una vivienda pequeña o cambiada en la que no termino de encajar porque he crecido demasiado y otras ocasiones parece un castillo enorme en el que me pierdo. En el que vuelvo a ser un hombrecito de metro y medio que busca entre los pasillos la memoria de sus días. En esa casa los aromas son muy distintos a los que se vierten por las calles pomposas de Madrid. Son perfumes humildes de ingredientes sencillos que perduran. Matices que engordan esa raíz a la que siempre gusta (y a la vez escuece) regresar.

Pienso ahora en cómo ha cambiado esa vida lenta de mi infancia. En aquellas manos gruesas y trabajadas de las mujeres. Sus sonrisas mientras amasaban rosquillas o freían flores para estos días de Semana Santa. Esos son los aromas que me persiguen y a los que huyo mientras conduzco para intentar no dejarlos en el olvido. Mi hijo no tendrá la suerte de ver a toda la familia alrededor de la cocina mientras se vierte la miel en las roscutreras. Agarrar los anisillos aún sin pegar para comerlos a escondidas entre las cortinas de rayas del patio. Ahora todo se compra en las grandes superficies o se encarga porque no hay tiempo para hacerlo. Hemos dejado que se extinga esa templanza de hacer las cosas de manera lenta, de disfrutar el viaje que termina poniendo en bandejas tres o cuatro docenas de rosquillas y barquillos. Y que ese perfume deambule por la casa durante días mientras en la calle resuenan los pasos de las distintas hermandades o la banda municipal. Ya no vienen las vecinas a intercambiar los dulces o preguntar la receta. Vivimos aislados en nuestras ínfulas absurdas o consumidos por las redes sociales. Pretendemos ser lo que no somos, y cada vez nos alejamos más de lo que fuimos.

Un frenazo del coche que va delante despierta mi letargo y vuelvo a la carretera. Mi hijo sigue dormido y el sol ya no baña su cara pues su madre ha puesto un paño que tapa el cristal. Vamos a medio camino y la autovía comienza a despejarse una vez pasamos las ciudades cercanas a Madrid. En voz baja comenzamos a hablar de las distintas procesiones, de aquello que nos gusta y lo que no. De cómo también todo se ha transformado con los años. Culpamos al teléfono móvil de distorsionar un acto meramente religioso, pero también acusamos a la vanidad que nos salpica a todos. La religión a veces se confunde o se camufla con la tradición y bajo ese paraguas acuden los diversos planos sociales.

Pero no queremos debatir, no al menos ahora que vamos de camino. Detengo la conversación y por un momento recuerdo los susurros de mi padre despertándome para ver la salida de Jesús. Verme de su mano por las calles del centro entre la gente que desayuna en las churrerías o de pie en las aceras esperando el paso de la procesión. Eso también es símbolo y memoria. La interminable fila de “moraos” y el ruido seco de los que llevan cadenas. El olor a café y bollería, a perfume de los jóvenes que, con ojeras de sueño, aguardan de empalme soportando el frío de una noche larga. Ese sueño que crees que nunca experimentarás y que, de repente, pasa como un tren cargado y se aleja mientras cumples cuatro o cinco décadas. Que observas junto a tu padre como susurran en panda o ríen avergonzados con las chupas de cuero y los abrigos largos. Las chicas, que con apenas veinte años les regañan por hacer ruido demostrando mayor cordura y madurez. Los observas desde tu pequeñez con la sensación de que nunca te llegaría esa etapa, y, sin embargo, conduciendo ahora con canas en el espejo retrovisor piensas en la velocidad a que voló el tiempo. Ya no está aquel Akopalis que acogía la noche de Jueves Santo, ni las pandillas que devoraban churros, ni aquellas miradas cómplices que viste reflejadas en anteriores generaciones.

Ahora el sentido es diferente, distinto también, es el recuerdo de tu madre sacando del armario las túnicas de nazareno, dejándolas colgadas sobre las puertas y dando el último repaso a todos los detalles. Es el café rápido con amigos para ver a los Blancos y acudir pronto a casa porque sale tu hermandad. Es lo diferente también, el desarraigo, la pérdida de costumbres, las cadenas y lazos que se rompen con el paso de los años o a causa de la propia personalidad. El sabor agridulce de la raíz que aprieta fuerte cuando pasan los meses lejos de tu tierra. Que llama en un constante canto para verte volver, para pasear por las calles donde creciste y saludar a los rostros que, como el tuyo, envejecen lentos.

Entramos por la carretera de Manzanares y mi hijo despierta de su sueño. Busca por los asientos los juguetes, tal vez para retomar la historia que diseñaba en su imaginación. “Estamos en el pueblo de papá” le digo y sonríe con los ojos a medio abrir. El sol baña los olivares y las nubes avanzan en el azul inmenso. Bajo la ventanilla y dejo pasar un aire fresco de últimos de Abril.

Madrid, Abril de 2025

JUNTO A JESÚS NAZARENO

Ángel Vicente Valiente Sánchez-Valdepeñas

Fotografías: Río Rojo.

Carlos de Foucauld, monje trapense, tuvo una juventud turbulenta. A los veinticinco años, casi por casualidad, entró en una iglesia mientras el sacerdote, un anciano venerable, predicaba. En esa predicación el sacerdote recordó a los presentes que «Cristo vino al mundo para ser el último». Carlos anduvo rumiando esta frase durante mucho tiempo. Finalmente comprendió su profundidad. Decidió convertirse a la fe cristiana y hacerse monje.

El sentido de la frase es que Cristo ha venido a dar esperanza a todos los hombres, pero en especial a los que no cuentan en este mundo nuestro: los enfermos, los ancianos, los marginados, etc.

Ayúdanos, Jesús Nazareno, a ser generosos y humildes. De soberbia y egoísmo ya tenemos suficiente.

Máximo el Confesor vivió en el siglo VII. Defendió la doble naturaleza de Jesucristo, divina y humana, de acuerdo con el Concilio de Calcedonia. También defendió su doble voluntad. Por estas razones fue perseguido, encarcelado y torturado. Esta persecución fue realizada por un emperador supuestamente cristiano. En todo este proceso no fue defendido en ningún momento por el Papa de Roma. Le cortaron la mano derecha, para que no escribiera, y le cortaron la lengua, para que no hablara. A consecuencia de sus torturas murió santamente en 662.

Lo más sorprendente de todos estos sucesos es que el III Concilio de Constantinopla certificó dogmáticamente la postura de Máximo el Confesor. Uno de los mayores elogios que puede tener un ser humano.

Ayúdanos, Jesús Nazareno, a no acobardarnos en proclamar nuestra fe, frente a un mundo que te ha dado la espalda y persigue a los que te confiesan.

El Padre Damián terminó sus días en la remota isla de Molokai. Allí compartió con los leprosos su vida diaria. Pero no se limitó a compadecerse de ellos, sino que les ayudó a llevar una vida más digna. Hasta llegó a crear una pequeña banda de música. El amor por los leprosos le condujo a contagiarse de su misma enfermedad, de la que murió.

Mantener la calma, y sobre todo la esperanza en los momentos difíciles es una gracia de Dios.

Ayúdanos, Virgen María, a sobrellevar con esperanza nuestras dificultades y limitaciones.

En el siglo VIII se produjo en la Iglesia oriental una fuerte polémica sobre las imágenes. Una parte importante de los teólogos consideraba que había que desterrar las representaciones de Jesús , de la Virgen María y de los santos, porque en el Antiguo Testamento se condenaba toda representación de Dios. La Iglesia en el Segundo Concilio de Nicea ( 787) determinó que era lícito hacer uso de las representaciones artísticas de Jesús y de los santos. Entre los grandes defensores del uso de las imágenes se encuentra San Juan Damasceno.

El cristianismo tiene como diferencia fundamental con el Judaísmo y con el Islam el hecho de que Dios se ha hecho hombre. Por lo tanto, Cristo puede ser representado en imágenes. Esta gran convicción parece que no es compartida por el luteranismo, que también contempla con mucha distancia el uso de las imágenes.

Ayúdanos, Jesús Nazareno, a respetar y venerar las representaciones que han hecho de ti y de la Virgen María los grandes artistas a lo largo de la historia.

Cuenta San Buenaventura que en una ocasión caminaba San Francisco de Asís, en compañía de otro hermano franciscano, por un extenso prado. Después de haber recorrido un largo trecho decidieron detenerse a realizar sus oraciones. Se arrodillaron bajo un árbol, dispuestos a rezar, cuando comprobaron el enorme ruido que hacían varias bandadas de pájaros. Hasta el punto de no poder hacer sus oraciones. En esto, San Francisco rogó a todas las aves que permanecieran calladas para poder rezar. Al punto obedecieron y se produjo un gran silencio.

En un mundo que ha perdido el sentido de la jerarquía en la naturaleza y que equipara cualquier animal con el hombre, es el momento de llamar la atención sobre la enorme dignidad del ser humano. Esto no significa que haya que denigrar, consumir o aniquilar la naturaleza.

Ayúdanos, Jesús Nazareno, a cuidar la naturaleza, pero sobre todo al ser humano y muy en especial a los aún no nacidos.

Daimiel ha sido siempre, y sigue siendo, un pueblo que tiene fe en Jesús Nazareno. Solo basta con ver la multitud de fieles que se arremolinan en torno a la bajada y subida de Jesús al trono, en la ermita de la Paz. Es una multitud en la que hay niños, jóvenes, adultos y ancianos; mujeres y hombres; artesanos, albañiles, oficinistas. Un pueblo entero le profesa humilde y sentida devoción.

Jesús Nazareno, ayuda a este pueblo fiel a seguir avanzando por la senda de la concordia, el compromiso y la solidaridad.

EL TIEMPO NO EXISTE

José Ignacio García – Muñoz (Queche)

El tiempo no existe, es un concepto acuñado por el ser humano para situar el momento en el que sucede un fenómeno, o la separación que se produce entre dos o más de ellos. Para medir esa diferencia se han creado los segundos, las horas, los días, los años, y aún los siglos y periodos todavía más largos.

Se llama olimpiada (otra cosa son los juegos) al periodo de cuatro años que discurre entre dos juegos olímpicos. Los mandatos de la mayoría de gobiernos suele ser también de cuatro años, los campeonatos del mundo cada dos, y así con un sinfín de acontecimientos; los seres humanos necesitamos enmarcar en el tiempo nuestros sucesos importantes, y entre aquellos que somos cofrades ( y me atrevería a decir incluso entre quienes no lo son), consideramos el periodo entre cada luna llena posterior al equinoccio de primavera y la repetición de ese suceso, como un tiempo de espera que abarca un año aproximadamente hasta que llega lo que considero la semana grande de Daimiel. La Navidad y la feria están muy bien, pero todos estaremos de acuerdo creencias aparte, en que la Semana Santa es especial.

En el Concilio de Nicea convocado en 325 por Constantino, presidido por el obispo Osio de Córdoba y que duró dos meses, se instituyó esta fecha para conmemorar la pascua, además de tratar temas tan sesudos como: si Cristo fue creado a partir de la nada con lo cual tendría un principio, o emanaba como continuidad del padre en cuyo caso era eterno y se le podría considerar Dios, pero… el verbo (la palabra de Dios) se hizo carne y habitó entre nosotros; y lo hizo hasta que le dimos muestra de nuestra soberbia y le crucificamos por decir y hacer cosas políticamente incorrectas para la época y el lugar; algo nada desfasado a día de hoy si contemplamos el mundo actual.

Y aquí estoy sentado como todos los años en los bancos que se apilan a ambos lados del templo como las aguas de un mar de madera que se aparta ante el paso de los diferentes tronos, dejando que mi vista revolotee como un gorrión por las paredes, y techos de San Pedro como antes lo hiciera por Santa María y La Paz; queriéndome asegurar que todo está donde debería, que nada falta.

Mientras, el Concilio de Nicea pasa a un tercer plano sustituido por las vivencias y la emoción de tantos años. Esperando a que llegue esa hora para salir, y que nuestros antepasados fijaron como: “aquella en la que a una distancia prudencial, no se distinga un hilo blanco de uno negro”, dejo pasar el rato.

La sobria y consistente silueta de San Pedro, teñida en ocre por un sol que se retira hacia el oeste, se alza como surgida de la inmensa llanura manchega. Vencejos y golondrinas silban en el aire, y se afanan en capturar los pequeños insectos que la incipiente primavera les brinda. En las abovedadas entrañas del templo, cientos de nazarenos se afanan en las últimas tareas, y aguardan entre el recogimiento y la expectación, el momento de constituir las márgenes del rio rojo y blanco por el que discurrirán la sobriedad monocroma de la Santa Cena, el inmaculado lienzo del Cautivo, el estoicismo del Cristo de la Columna, y la Amargura de una universal madre que impotente, hace lo que cualquier madre haría por su hijo; seguirle hasta la muerte.

Las nubes con su panza roja, como etéreos alguaciles, van despejando camino hacia poniente mientras la noche, a corta distancia, va encendiendo los cirios de los nazarenos, prendiendo devoción, tradición, oración, o meditación; cada uno, lo vive a su manera.

Miles de personas pueblan las aceras. Entre ellas, con la mirada encendida iluminando el recuerdo de años de ausencia, los hijos pródigos que un día tuvieron que dejar su pueblo para buscarse la vida, renuevan la memoria de imágenes archivadas en el desván del recuerdo, y las comparan con el presente. ¡Qué diferente todo, y a la vez que igual! ¿Venís para mucho? ¿Han venido tus padres…? preguntas de siempre, que a menudo se contestan con un nudo en la garganta. El olor de la vieja casa con aroma de rosquillas y flores recién hechas por unas manos que, contaban los minutos para volver a vernos y abrazarnos, y que pasados unos días guardarán cuidadosamente en el zurrón del viajero para que se lleve, un pedazo de la esencia de su pueblo con el que mantener viva la memoria, el vínculo con la tierra que le vio nacer.

Como una roja cordillera de agrestes picos, los capirotes rasgan el cielo seguidos por cientos de destellos de raso que llenan el aire de blancos balanceos. En la plaza, el olivo centenario estira sus ramas para contemplar a su lejano pariente bajo el cual, Jesús agota rezando sus últimos instantes de libertad antes de ser prendido. En un angosto callejón, aguarda la emoción contenida de una anónima voz que le canta a la Amargura para hacerse eco de sus penas. Silencio en las filas. Bajo los capirotes, campesinos, pastores, comerciantes…con un nudo en la garganta, escuchan la plegaria triste. Recogimiento, devoción, tradición, oración, meditación; cada uno lo vive a su manera… y así será hasta que, el hilo blanco de la vida no se distinga del negro de la muerte, y nos vistamos por última vez, y pasemos a ocupar nuestro espacio en el tiempo junto a nuestros padres; ese tiempo que no existe, que nos hemos inventado.

CUANDO LA MUERTE ME ALUMBRE, HE DEJADO YO ENCARGAO

QUE ME PONGAN POR SUDARIO, TÚNICA DE COLORAO.

Y QUE ME JUNTEN LAS MANOS CON EL CORDÓN Y EL ROSARIO.

Y ME PONGAN EN EL PECHO DEL CORAZÓN SANTUARIO

ESTAMPA DE LA AMARGURA ILUMINANDO EL CALVARIO

Y UNA FOTO DE MI MADRE METIDA EN UN RELICARIO.

SEMANA SANTA EN DAIMIEL

Uno del Pueblo

No es ninguna leyenda, es la representación en las calles de Daimiel de la Historia reconocida, de la Pasión de un tal Jesús, el Cristo líder que marcó desde su mensaje un estilo de vida basado en el amor a los demás.

Siglos después, el cristianismo se manifiesta. Cada año se repite la recreación, se simboliza desde el arte y la cultura la historia del Nazareno, con gran refrendo popular. Cambian los tiempos, se remodelan las formas, pero permanece la doctrina social de fondo, “amaos los unos a los otros…”

Borriquilla” resuena con fuerza, alegría entre infantes y maduros a media mañana en San Pedro, día de palmas y ramos de olivo, Domingo de Ramos, acompañamiento popular a la Entrada Triunfal de Jerusalén. Nazarenos de “tos” los colores y todas edades, que cantaba y seguirá cantando el gran Carlos Redondo, protegen en su recorrido al Jesucristo humilde que marcará pensamientos, acciones y destinos… Escapularios al pecho de todas las Cofradías, resaltan sobre trajes y mejores galas, corbatas o chaquetas que vuelven a lucir en primavera, es Día especial. Repique de campanas en las inmediaciones del Templo. Borriquilla, aromas de primavera, olor a Daimiel. “Ramos y palmas, Entrada Triunfal, Borriquilla en la Plaza, clamor popular”.

El Cristo de la Luz”, Sencilla Humildad, procesiona en silencio con fondo armonioso de música de capilla. La Archicofradía de
La Pasión, cofrades y comunidad religiosa, recorren desde la Ermita del Cristo hasta las calles de El Alto, cumplimentando las catorce estaciones del Camino de la Cruz. Es noche cerrada, no importa el frío.

Divino Consuelo”, imágen de Lastrucci y melodía del daimieleño José Manuel Pozuelo compuesta para el Crucificado Titular de la Real e Ilustre Hermandad Sacramental de Santísimo Cristo del Consuelo, con novedades en este 2.025 en su recorrido. Vía Crucis procesional con todas sus estaciones, que también estrenaba composiciones de música de Capilla y cuadros pictóricos de Manuel Vicente Fdez. – Calvillo en distintas estaciones… Se vieron obligados al regreso tras la cuarta estación. La lluvia, siempre bien recibida por estos lares se presentó inoportuna en este momento. Con obligada decisión, se continuó con total recogimiento el Vía Crucis en el interior del Templo de San Pedro, con simbólica procesión, entre nazarenos del Consuelo y cristianos devotos que vivieron con intensidad y emoción el acto, desde la veneración que la talla de Lastrucci despierta, Santísimo Cristo del Consuelo. “Consuelo y silencio, respeto y fervor; Vía Crucis egregio, penitencia y devoción”.

Flagelación”, en Jueves Santo, Día del Amor Fraterno, nos remonta a la Santa Cena, con Ángel que reconforta a Jesús en el Huerto de los Olivos, Cautivo después para ser Flagelado en Columna entre burlas tras ser despojado de sus vestiduras, humillación al Rey de los Judíos. Azotes previos a los últimos momentos del Cristo, atado a la Columna, iconografía Titular de los Coloraos, entre Aromas de Jueves Santo y la pletórica “pasión colorá”. El solo de trompeta inicial al presentarse el de La Columna ante sus cofrades, su pueblo, enerva el vello al más incrédulo. De cómo unas notas musicales y la presencia del Flagelado sobrecogen a la muchedumbre expectante ante el momento. “Flagelación”suena, nazarenos a pie firme, algo está pasando. Calabazas y capas blancas de raso, inmóviles.

La Amargura entra en escena a hombros de personas, ellas y ellos tapados, marchan con paso armónico portando a La Madre a golpe de tambor. Cornetas, cornetines, tambores y tubas, marcan y anuncian el Paso de tan magna talla de Castillo Lastrucci, el sevillano. La Banda Titular de Los Coloraos impregna el aire con peculiar sonido, engalanando el singular cortejo. Cronología y Pasión, destino a “La Madrugá”. “Santa Cena y Columna, Jueves Santo de Pasión; Flagelación y Amargura, Coloraos en Procesión”.

El Niño Perdido” nos transporta desde la emoción indescriptible, cada uno a su manera, con lágrimas o sentimiento contenido pero profundo. El Nazareno, Jesús, emociona en su salida cuando el primer rayo de sol se vislumbra. Son las 6.40h, cuando las notas de “El Niño Perdido” se expanden desde El Alto e inundan el aire de Daimiel. Permanece inmóvil la Egregia Figura. ¡Arriba!, vocea el capataz desde lo más hondo de su sentimiento. La Imágen, en cuesta hacia el Parterre por calle Jesús, se rodea de color morado en movimiento y con la cruz a cuestas.

Momentos de indescriptible sensibilidad, sentimiento daimieleño exclusivo. Hay que ser de Daimiel para entender y vivir estos momentos. Se entremezclan notas de “Nuestro Padre Jesús” y “La Madrugá”, las bandas de música acompañan y se integran en busca de Encuentros con “El Niño Perdido” que vuelven a estremecer. “Moraos” y pueblo a pie “balduendo”, tras las notas de la marcha titular. Encuentros con su Madre, la del Primer Dolor y La Verónica del paño de lágrimas y sangre.

La Municipal entona en cada cruce la marcha procesional icónica de Los Moraos, icónica de Daimiel. Saeta del gran Ricardo en lugar preferencial, desde un balcón de primera fila a su paso por la emblemática calle Virgen de las Cruces, con oportuna marcha “La Saeta” interpretada por la excelsa Banda Municipal de Música local, posterior al flechazo de Ricardo Fdez. Del Moral, que cala en el pueblo. Espectacular Desfile Procesional, desde la precisa organización por parte de directivos que han de sentirse satisfechos y hasta orgullosos de su última puesta en escena. Magna Procesión que sacó al pueblo a la calle durante su gigantesco recorrido. Jesús, el Nazareno de La Paz, desde su refugio en La Paz o procesionando por Daimiel, hipnotiza, fascina, sugestiona y atrapa. “Aparece el Nazareno, primer rayo de Sol, Niño Perdido, Ser Supremo, Daimiel con su Protector”.

Expiración” acompaña en su melodía la salida a media tarde del Crucificado, Titular de los cofrades del Stmo. Cristo de la Expiración y Ntra. Señora de Los Dolores. Tarde de nubes y claros, sol y sombras desde el Calvario, tarde de Viernes Santo con picas y alabardas, gallos o escaleras, portados estos últimos por infantes o juveniles que harán futuro, mientras nuestro entrañable “Trini” ostenta el cargo de Hermano Mayor, Trinidad Sánchez – Archidona Díaz del Campo. La expresividad del Cristo impone, junto a la belleza de una Virgen bajo palio. Ambos se acompañan por “Los Blancos”, el recorrido cobra color blanco y morado, mientras el pueblo de Daimiel vuelve a deleitarse con una procesión suspendida en la anterior Semana Santa.

El “Adiós a la Vida” de Puccini sobrecoge y silencia la Plaza de San Pedro. El Santo Sepulcro se para en el umbral de la Iglesia. Se paran también nuestros corazones, mientras se activan sentimientos, recuerdos y sensibilidades desde un silencio, al menos, interior. La Procesión Oficial de Daimiel congrega representaciones de todas las Cofradías escoltando al Yacente de Lastrucci.

La impresionante Piedad del referido escultor sevillano, impacta a su pueblo, Daimiel, desde esa melodía, Sexto Dolor, del daimieleño Luis Alberto Díaz del Campo, composición musical con estructura, instrumentación e interpretación idónea para momentos de solemnidad, para oídos sensibles. “Los Negros”, de hachones encendidos, despiertan devoción colectiva.

El posterior cortejo cofrade de Ntra. Señora de la Soledad, escultura de nuestro insigne paisano D. Juan D´opazo, se inicia desde la musicalidad de “Corbatos”. Evelio Alonso Junior, su autor, reaparece cada Viernes Santo al anochecer con una de sus marchas más representativas. Treinta y tres botones negros abrochan túnica blanca de nazarenos corbatos, en simbolismo por la edad de Cristo. Singulares, peculiares y majestuosos movimientos de pie, pasos que trasladan el plateado trono por nazarenos y hacen levitar a su Virgen, a ritmo que parte desde sus corazones. “Lastrucci esculpió al Yacente, es Viernes Santo en Daimiel; desfile solemne, creyentes, Soledad Sepulcro y Fe”.

Cristo de la Buena Muerte”, marcha inspirada por el actual Director de la Municipal local, Pedro Francisco Sánchez – Valdepeñas Pozo, recibe junto a la Coral Molto Vivace a la talla del Crucificado portado sin trono, desde las manos y hombros de sus Capuchinos con sandalias o a pie descalzo. Procesión de la Hermandad del Silencio, Cofradía de María Desolada, con setenta y cinco años de historia en el presente 2.025, con deseos continuados de crecer y avanzar. Sábado Santo daimieleño que acompaña desde un respetuoso y tradicional silencio a su Virgen Desolada.

El hermano Fco. Javier García Simal predica los siete dolores de María Desolada, entre el recogimiento de cofrades y público en pie al paso de la Procesión.

El Resucitado quedó en el Templo de Santa María sin procesionar hogaño. La amenaza de lluvia en la hora del desfile, amenaza que se convirtió en realidad, obligó al Presidente de la Junta de Hermandades a comunicar la decisión adoptada por acuerdo sensato entre todos. La Banda de Los Coloraos y La Banda Municipal interpretaron sentidas marchas procesionales en el interior del Templo. Fin a una Semana Santa muy participada y sentida.

Paso a paso, la Semana Santa cronológica característica de Daimiel se ha representado en sus calles. El pueblo, en gran mayoría, se ha volcado en esta conmemoración, contemplando en imágenes los últimos momentos de la vida de Jesús. Fervor y creencias del pueblo en torno a su Cristo, desde la tradición y desde la fe.

Otro año más, “todo se ha cumplido”.

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