HABÍA UNA CALLE… MI CALLE

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Paki García Velasco Sánchez

Dedicado a todos los vecinos y vecinas de mi antigua calle, un aplauso por tod@s nosotros que sobrevivimos a aquellos maravillosos años sin tanto Internet, sin tantas maquinitas ni videojuegos, nuestros videojuegos los vivíamos día a día en la calle, a base de saltar a la comba, de pegarnos pelotazos a lo bestia en aquellos partidos de balontiro, de escondernos encima de los tejados sin ver el peligro existente, de correr como locos por toda la calle jugando al dao, de llegar derechitos del cole a ver aquellas series que nos han marcado de por vida y que, nada más terminar el capítulo diario, salíamos volados a sentarnos al poyete a comentarlo todo el grupillo de amigos…un aplauso por todos aquellos niños que un día fuimos y que muchos ya ni lo recuerdan, un aplauso porque “Son mis amigos y en la calle pasábamos las horassss”…♫ ♪

Hoy he visto el amanecer desde mi antigua calle, esa calle y esas casas que antes estaban llenas de alegría y rebosantes de vida, y que ahora muchas de ellas, al estar vacías, sólo guardan recuerdos entre sus viejas paredes; esa calle donde se han quedado los juegos y felicidad de nuestra niñez, esa calle donde ha transcurrido una etapa muy bonita de mi vida y donde he cosechado buenos amigos, los cuales, a día de hoy, seguimos manteniendo intacta esa relación de amistad.

Me imagino que todos, guardamos muchos y muy bonitos recuerdos de la calle que nos vio crecer, de aquella calle que era el punto de reunión con los amigos de nuestra juventud e infancia, con los que pasábamos las horas en aquellas interminables tardes de risas y juegos, y que, aunque algunas veces tuviéramos rencillas o pequeñas peleas, al final supimos subsanarlas y continuar adelante con ese afecto que aún a día de hoy sigue entre nosotros, y que a pesar de la distancia que la vida y el trabajo ha puesto de por medio con algunos de ellos llevándolos a vivir a otras ciudades, las redes sociales y anteriormente el teléfono han hecho que no perdamos esos lazos de unión que una vez tuvimos, e incluso que, con algunos, y al cabo de mucho tiempo, volvamos a reencontrarnos de nuevo. Como dijo Cicerón: «Las verdaderas amistades son eternas»

Y es que, en esa época, cuando se hacía vida en los patios y se podían tener las puertas abiertas sin miedo a tanto robo y pillería, todos los vecinos de la calle éramos como una gran familia.

Atrás en el tiempo quedaron, aquellas tardes de jugar toda la chiquillería al dao, a las cuartetas, al burro, a sangre, al pie quieto o al escondite, ese escondite donde a veces no existía límite y más de una vez en un tejado que colindaba con su azotea, nos hallamos subidas a él, mi amiga Rosi y yo, con la simple protección de agarrarnos al extremo de una cuerda que colgaba del tendedero de su madre, lo cual hacía que nos sintiéramos protegidas del todo y que, una vez encaramadas en lo alto de aquellas viejas y escurridizas tejas y con nuestra espalda apoyada sobre ellas, mirábamos hacia abajo, al vacío de aquel corral en ruinas dos pisos debajo de nosotras, negras de la risa pensando en que allí no nos iban a encontrar, haciendo que en ese momento sopesase más la alegría por el buen escondrijo que teníamos, que el miedo de pensar donde estábamos subidas, cosa que ahora con solo recordarlo, hace que un escalofrío me recorra el cuerpo….pero por aquel entonces… ¡quién dijo miedo!!… menuda agilidad teníamos de antes, no nos pesaban los años, ni las tendinitis, ni la artrosis jajaja.

Luego venían otros juegos como la goma, el centimillo, el balón tiro y como no, ¡la “media”!! ese juego que también se conoce como “el tejo”, “la pata coja” o “la rayuela”, pero que nosotras siempre le dijimos “la media”.

Este consistía en dibujar en el carril con una tiza, unas casillas numeradas para saltar sobre ellas a la pata coja, siempre en orden numérico y sin pisar la celdilla en la cual se encontraba el “chete” (nombre que le dábamos a la piedra que tenías que tirar dentro de la casilla de turno para avanzar en el juego y que como tuvieras la mala suerte de que fuese un poco redonda, esta rodaba a otro número haciéndote perder el turno, por eso cuando encontrábamos el cascote de un ladrillo al ser tan plano, era genial), ah, por cierto, la tiza por aquel entonces era un trozo de escayola “rescatado” de algún montón de escombros en una obra cualquiera y que al no poder comprar tizas de las de verdad, guardábamos como un tesoro, igual que pasaba con el «chete» de ladrillo.

Y si hablamos del burro (también llamado: churro o marro) ¿qué decir de él?? pues que ese “churro, media manga, manga entera” a pesar de que nos gustaba jugar mucho a él, he de reconocer que era un juego un poquito “bestia”. Menudos saltos metíamos por entonces, que bien te lo pasabas mientras te tocaba saltar, pero tela marinera cuando te tocaba ponerte en la parte de abajo para que el otro grupo saltase sobre ti, y más si los que brincaban no tenían mucho impulso y a ti te tocaba ponerte la última de la fila…¡madredelamorhermoso!!!, ¡Te “esriñonaban!”

Luego, cuando llegaba la época estival, recuerdo aquellos veranos llenos de calor y color, de tardes de baño en los albercones de turno a donde, y a eso de las tres de la tarde (no nos podía el calor como ahora), íbamos al susodicho cargadas con la toalla y el bocata de Tulicrem, ya fuese andando o en bicicleta, (si la teníamos, que muchas veces era que no), eso sí, cuando contábamos con ellas, siempre llevábamos alguna amiga subida detrás de paquete, ya que no había bicis para todas y nos teníamos que “apañar” de esa manera.

Otra cosa que no quiero dejar pasar es cuando mi madre, a la caída de la tarde y cuando aflojaba el calor, regaba las macetas que tenía en el patio, ese olor que desprendían las plantas, sobre todo los rosales y pericones de turno, hacían que toda la casa se impregnase con esa fragancia tan típica de nuestros veranos e infancia.

Luego en aquellas noches después de cenar, todas las puertas de las casas se llenaban de gente: nuestros padres, abuelos, vecinos etc… los cuales se salían a tomar el fresco, por lo que minutos antes y cubo en mano, regaban su trozo de acera para que estuviera fresquita para, momentos después, sacar las sillas (quien dice sillas dice serijos, tumbonas, banquillos, o sencillamente y según se terciase, muchas veces aplastábamos el culo en el poyete o bordillo de turno).

Y cuando ya nos encontrábamos sentados al fresco y preparados para la tertulia nocturna, siempre había alguien que sacaba una buena “tortasol” de esas gordotas, repartiéndola entre todos los presentes, y ale, todo el mundo a pelar pipas.

Retrocediendo un poco más en el tiempo, algo que se me viene a la cabeza y aunque ahora nos parezca increíble, es que al atardecer pasaba un camión regando todo el carril, le decían “la guada”, recuerdo que nosotros los más jóvenes nos quedábamos quietos en el borde de la acera para que nos mojase los pies con los chorros de agua que iba echando, lo que hacía que, cuando empezábamos a andar y al llevar estos enfundados en las cangrejeras o chanclas de turno, estas, las chanclas, se nos resbalaban un montón haciendo que pareciésemos patos mareaos de los escurrizones que nos metíamos al tenerlas mojadas, y no digo ná del inconfundible clap clap clap que sonaba al caminar con ellas y que, (todo sea dicho de paso), con qué gracia y salero llevábamos verano tras verano jajaja, ¡Que recuerdos más bonitos!!

También me viene a la memoria de cuando éramos unas crías y nos sorprendía en medio de algún juego en la calle, una de aquellas impresionantes tormentas de verano (algo que no sé si sería porque éramos pequeñas o porque en aquel tiempo eran mucho más grandiosas que ahora), pero nos faltaba calle para correr de lo asustados que estábamos jajaja, pillábamos mal “espolillo” para meternos en algún portal hasta que se pasaba. Algunas veces mi abuela al vernos tan atemorizadas por el ruido de los truenos y para tranquilizarnos nos decía: “Vamos a rezarle a Santa Bárbara y veréis como se pasa ya mismo la tormenta”, y ahí empezábamos toda la prole con el típico rezo: ”Santa Barbara bendita, en el cielo estas escrita…” y así estábamos hasta que se calmaba todo y podíamos volver a salir fuera a reanudar el juego con el que estábamos.

Y como casi todas las calles en aquellos años, la nuestra también contaba con algunos negocios, tales como dos tiendas: la de Juan y la Raimunda que estaba en la esquina, y la de la Sagrario y Pablo al lado de casa y en la que, cuando tenías un olvido fuese la hora que fuese y aunque ya estuviera cerrada, te atendían, a veces incluso hasta por la ventana.

También contábamos con una droguería: la de Vale y la Rosario, que todo sea dicho de paso, tanto la tienda como la droguería eran como mini grandes superficies, ya que tenían de todo lo que te hiciera falta y no sólo lo que normalmente se vende en dichos negocios, ah, y por cada diez pesetas que hacías de gasto, te daban unos sellos para rellenar cartillas que coleccionabas y así conseguir regalos.

Asimismo, contábamos con un zapatero que tenía el negocio casi al final de la calle, se llamaba Pedro, y que cuando pasabas a aquella pequeña habitación, el olor inconfundible que había a pegamento y cuero, arremetía contra tu sentido del olfato que daba gusto, la de calzado para arreglar o ponerle tapas que habremos llevado allí.

Unos años después, a finales de los 80, y en ese mismo local puso un negocio Isabel Álvarez, donde al principio comenzó vendiendo chándales de tactel, ¡que molongos que eran!, así pasó, que todo quisqui íbamos vestidos con ellos jajaja, luego después el comercio siguió con otra clase de ventas tales como cortinas etc… (agradecer a mi prima Angeli algunos de estos últimos detalles).

Además, contábamos con dos peluquerías: la de Ascensión y Damiana que eran dos hermanas, y la de Paqui, mi peluquera, la cual fue la encargada de hacerme los típicos tirabuzones en la Primera Comunión, y que cuando esta pasó, también se ocupó de mi larga melena, haciéndome un corte de pelo al más puro estilo chico que bien fresquita me dejó, (nota mental mía: me quedé mocha del tó).

Recordar también a Mari, una bordadora que en verano enseñaba a algunas chicas el arte del bastidor, y a Joaquina mi profesora de corte y confección, a la cual traía loca con esos vestidos y ropajes imposibles que tanto me gustaban en aquellos tiempos, y que gracias a ella aprendí a hacerlos y a lucir como un figurín.

Y lo que no se me puede quedar en el tintero, sería imperdonable, es decir que incluso teníamos un colegio al final de la calle, en la misma esquina, anda que bien cerquita nos pillaba el ir a aprender…Aún recuerdo aquellas puertas de metal tan altas de color verde que cuando se abrían para pasar, dejaban al descubierto unos escalones y así subir al patio, y ya en él, se repartían todas las clases que albergaban a los alumnos, desde los más pequeños, hasta los que cursaban los últimos años de estudios.

También quiero tener una mención especial con aquellos vecinos que perdimos a muy temprana edad, cosa que cuando eres tan joven el impacto de la noticia junto a la conmoción que te causa y que, por aquel entonces sentimos todos, hizo que esos recuerdos se nos quedaran grabados y que nos marcaran un poco a lo largo de nuestra vida.

Qué grande es nuestra memoria, la de cosas que guarda escondidas de las diferentes etapas de nuestra existencia y que aprovecha cualquier momento para sacarlas al exterior queriendo revivirlas de nuevo. Y es que lo que dejamos atrás siempre nos acompaña adelante, es por eso que a veces, cuando repasas tu vida te encuentras pequeños detalles de ella que ya tenías olvidados o que sencillamente ni sabias que existían, es lo que me ha pasado a mí al volver a pisar mi calle e intentar describir este racimo de añoranzas de aquellos días felices, de aquellos momentos luminosos que ahora son nostalgias imborrables y llenas de vida, de sol, de alegría… Recuerdos que con el paso de los años se van tornando de color otoñal.

Y es que mi calle tiene ternura, alma, corazón… mucha melancolía y retales de amor.
Cuando caminas por ella sientes su dulce canción, que va sonando bajito, con notas de ilusión.
Hoy en ella hay tristeza, por la gente que marchó y esa infancia ya marchita escondida en un cajón.
¡Reposan tantos recuerdos!! el cole, mis padres, mi antiguo portal….
Y esos olores que el viento un día me dijo: «consérvalos Paki, que no volverán».
Calle de mi barrio, sitio tan mío.

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