PIE FRANCO. Capítulos V y VI

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José Ignacio García-Muñoz (Queche)

Pasados unos días y mientras ordenaba la ropa del fallecido, Juana la esposa de Jesús, encontró entre sus pertenencias la libreta en la que apuntara las instrucciones que le diera el abuelo a su marido. Estaba en el fondo de un cajón cerrado con llave fuera de la vista de algún curioso. Después de años de matrimonio, Juana sabía que aquel cajón no debía tocarlo, y que fuera lo que fuese que allí había apuntado, era importante.

Toma hijo, en esta libreta, tenían tu padre y tu abuelo cosas suyas, me parece que relacionadas con el vino. Yo no entiendo lo que pone, pero a lo mejor tu sí.

Juan, que andaba sopesando si quedarse como recuerdo alguna prenda perteneciente a su padre de las que su madre había apilado encima de la cama, tomó distraído el libro, abrió una página al azar y leyó:

“Tienes que estar atento a “las madres” y cómo reaccionan en la cuba porque quizá den un sabor raro al vino…”

Juan se sorprendió porque sabía que su abuelo, cuando decía “madres” se estaba refiriendo a la levadura, y al acetaldehído, un compuesto volátil que tiene una influencia decisiva en el sabor del vino durante su fermentación. Abrió la libreta por otra página, y de nuevo quedó atónito con lo que comentaba el abuelo:

“Los sulfitos tienes que echar lo justo durante el trasiego porque, aunque el vino aguanta más, a la gente le puede producir malestar”.

¡Joder con el abuelo! Si sabía más que yo.

De nuevo abrió por otra página:

“Las cepas son viejas y muy leñosas por lo que tienen mucho tanino, ten cuidado con las barricas porque además de la merma, según me han dicho también tienen taninos en la madera y si no están saneadas luego el vino está muy áspero…”

No salía de su asombro, en aquella libreta había todo un tratado de enología rudimentaria, pero con mucho sentido común e intuición. De pronto, dejó caer el cuaderno sobre las piernas, y una pregunta le asaltó: – ¿Pero para que cojones les servía esto? ¡si nosotros no tenemos bodega!

En ese momento, su madre sacó una llave grande y negra del mismo cajón del que extrajera la libreta.

-Esta llave no tengo ni idea de donde es, parece de un candado, pero tu padre nunca me dijo que es lo que abre, de aquí de casa no es, y no me suena del campo, aunque si estaba con la libreta a lo mejor tienen algo que ver.

Tomó Juan la llave y tras examinarla se la guardó; a la mañana siguiente, iría a la viña a ver si encontraba la cerradura en la que encajaba la misteriosa llave.

Bien temprano, Juan accionaba la llave de contacto del 4L que después de quejarse como de costumbre mantuvo un ralentí estable. Mientras cogía temperatura el motor guardó en la parte de atrás la esportilla en la que dejara su padre las varetas para injertar junto con el resto de herramientas. Saliendo por la calle Arenas le recibió un tímido sol bajo las nubes teñidas de naranja. Llevaba la ventanilla a medio bajar para evitar el empañamiento de los cristales, y a través de ella pudo escuchar el trompeteo característico de un bando de grullas camino de los comederos cercanos. Con el dorso de la mano retiró el vaho del cristal y siguió con la mirada el desplazamiento del grupo al que pronto siguieron otros en sucesión interminable. Uno a uno se fueron perdiendo en la lejanía tras las nubes que el sol no conseguía ahuyentar. Cuando apagó el motor ya en la viña, el sol había ganado altura sobre las nubes, y la llanura manchega se dibujó con precisión salpicada de cepas, olivos y casillas diseminadas casi hasta el infinito, solo el rumor lejano de algún camión camino de Puerto Lápice rompía el silencio. Sin bajarse del coche se calzó las botas de agua que fueran de su padre y se dirigió a la caseta de herramientas.

La helada había sido más débil que en días anteriores, y en la tierra húmeda alrededor de la casilla se dibujaban las huellas de otras pisadas. Se imaginó a su padre caminando por allí; la suela de las botas dejaba una marca en el terreno reconocible, pero alrededor de la puerta, evidenciadas por el barro se veían otras muy características por su forma a las que en un principio no prestó mayor atención. Tras abrir la cerradura de la casilla penetró en el interior, un interior en el que se acumulaban espuertas, herramientas, algún neumático viejo, sacos vacíos, y algunos tablones y cepas viejas apiladas al lado de la cocinilla de cuya chimenea ennegrecida por el hollín colgaba una cadena. Sobre la repisa unas velas y una botella semivacía con aceite, un paquete con sal y poco más. Encima de la mesa bajo la luz del ventanuco conquistado por las telarañas, una caja de cerillas y unos periódicos viejos. Completando el mobiliario, dos sillas desfondadas y una pequeña alacena con una botella de vino a medias. Cubría el suelo una gran estera de esparto redonda que acumulaba polvo desde años inmemoriales … en realidad, aquello presentaba el mismo aspecto que hacía cinco, diez, o veinte años nada había cambiado sustancialmente, incluso la bombilla que colgaba del techo opaca por el polvo parecía la misma.

Por más que miraba, no encontraba en aquel sencillo decorado nada cerrado por un candado al que aplicar la llave que su madre encontrara en el cajón. Distraído revisó la caja de herramientas que aparecía desordenada, y durante unos momentos trató de poner orden en aquel caos de llaves mazos y alicates hasta que, sin querer se le cayó al suelo un gran martillo que fue a golpear contra la estera, pero para su sorpresa el sonido que produjo no fue metálico sino hueco. Intrigado, lo dejó caer intencionadamente con el mismo resultado, y una mueca de incredulidad se dibujó en su cara. Cuidadosamente comenzó a golpear por la superficie de la estera hasta delimitar el área que producía el sonido, y con el corazón acelerado comenzó a retirar la mesa, las sillas y la alacena, levantó la estera de esparto, y ante sus ojos apareció una trampilla de madera cerrada por un candado. Con mano temblorosa extrajo del bolsillo la llave negra y la introdujo en el candado que se abrió al instante; la sangre le golpeaba en las sienes cuando subió la trampilla levantando una nube de polvo fino que la luz que entraba por el ventanuco atravesó convirtiendo la estancia en una zorrera. Negra como la boca del lobo una oquedad se abría bajo sus pies. Tomó entonces una de las velas de la repisa de la chimenea y la encendió con las cerillas que estaban en la mesa, arrimó una pequeña escalera y empezó a bajar los peldaños. Bajo la luz trémula de aquella vela lo que vio, le dejó mudo de asombro.

Continuará…

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