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Manuel Molina
Adiós Mario. Te despide un joven humilde que quiso escribir. Que miró tus libros y tu vida como un espejo donde los sueños parecían cumplirse. Que leyó y releyó tus historias con la intención de ver si era posible que algo se le contagiase. Era tan ingenuo que pensé que tal vez, en mi rincón de un pueblo manchego, podía llegar a escribir al nivel de tu talento. Ahora mientras viajo en el Metro camino al trabajo recuerdo aquello y sonrío, pues ese joven que golpeaba el teclado tuvo siempre cerca uno de tus libros. Disfruté de tus letras con tanta ansia que ahora parece que pierdo a un amigo cercano. A alguien que he conocido en algún lugar, en algún tiempo paralelo.
Los últimos meses en Madrid caminé varias veces por la puerta de tu casa con la firme intención de que salieras de pronto y encontrarme contigo. Sí, como un fan absurdo que espera a su cantante de rock favorito a la salida del escenario. Hoy, al conocer la noticia de tu muerte, siento que algo profundo se apaga. Tal vez aquellos años de estúpida valentía, de donde todo está aún por escribir. Es raro, pero para mí no sólo se va un autor que marcó época y perteneció a mi idolatrado “Boom Latinoamericano”; se va una especie de faro que guiaba las aspiraciones de una vida dedicada a las letras.
Tu obra fue un mapa. Desde La ciudad y los perros hasta La fiesta del chivo, me mostraste que la literatura no era solo un ejercicio estético, sino una forma de entender la historia, la política y las contradicciones humanas. Fuiste siempre un maestro de la complejidad. Tus personajes —atormentados, brillantes, contradictorios— eran tan humanos que dolían.
La fiesta del chivo fue un punto de inflexión para mí. Me enfrentó, como lector y aprendiz de escritor, al horror del poder absoluto, a las grietas de la dignidad humana, a los silencios y gritos que nos recorren la piel. No fue solo una novela; fue una bofetada de lucidez. Y luego llegó Conversación en La Catedral, con su estructura desafiante, su intensidad sombría, su pregunta inolvidable: “¿En qué momento se jodió el Perú?”. Aquella pregunta me acompañó durante años, reformulándose para cada país, para cada historia, incluso para mi propia época y biografía. Ambas novelas me marcaron y me aplastaron dándome la certeza de la pequeñez frente al gigante.
Te convertiste, sin proponértelo, en un referente, no por la idolatría fácil, sino porque tu talento era abrumador, y tu entrega al oficio, admirable. Quisiste siempre escribir como los clásicos y, sin embargo, terminaste fundando tu propio estilo. El Nobel, el Cervantes, el Príncipe de Asturias… nada de eso te alejó del trabajo diario, del rigor, del compromiso con la verdad literaria. Siempre admiraré como, teniéndolo todo, seguías volcado frente a la incertidumbre de la hoja en blanco, frente al oficio y la idea de «morir sobre las tablas».
No sabes cuántas veces imaginé una conversación contigo, un café, una tarde hablándote de cómo un joven manchego te descubrió en alguna biblioteca polvorienta y decidió que escribir era una forma digna de habitar el mundo. Aquella entrevista donde confiesas que se escribe porque «una sola vida no nos basta», cuantas veces la habré visto para inyectarme energía en momentos de bajón, de perdida de ideas y musas.
Hay autores que se leen. Pero hay otros que se viven. Y tú, Mario, fuiste de esos. Viví tus libros como quien entra a un territorio nuevo, incierto, desafiante. Me hiciste amar y creer en el oficio, incluso en sus noches más ingratas. Me enseñaste que escribir también es una forma de resistencia, de libertad.
Te despido con tristeza, pero también con gratitud. Gracias por cada palabra, por cada página, por cada mundo inventado. Gracias por recordarnos que la literatura tiene el poder de cambiar la mirada, de agitar conciencias, de elevar el alma.
Hasta siempre, maestro.
Madrid, 14 de abril de 2025