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José Ignacio García-Muñoz (Queche)
Hay personas en la vida que pasan haciendo ruido y hay otras que no te enteras cómo, ni cuándo se han ido. Decía el ex ministro y vicepresidente del gobierno Alfredo Pérez Rubalcaba que, “En España se entierra muy bien” en clara alusión a los parabienes que se dedican a aquellos que ya no se encuentran entre nosotros, y que en vida, por algunas razones u otras se les negaban. Hoy, si me lo permiten queridos lectores, voy a hacer buena la frase del político dedicando unas líneas a tres personajes del pueblo: uno, y bien que lo siento, ya no está entre nosotros. Los otros dos, afortunadamente y esperemos que por muchos años todavía sí.
Vamos con el primero:
Se llamaba Víctor Florencio Granados, pero todos le conocíamos por “Flores”, y de entre los personajes de mi niñez, es uno de los que guardo con más cariño no solo en el recuerdo sino en mi corazón. A veces, el tiempo termina por distorsionar las imágenes de la infancia, pero este no es el caso. Le recuerdo con su boina y su recia barba que me pinchaba en la cara cuando nos saludábamos siendo yo un crio, era la bondad personificada. Trabajador y fiel como pocos, han sido muchas las jornadas que le acompañé en el carro con el que repartía el butano, y que tiraba aquella yegua del demonio que tantas veces nos hizo saltar en marcha cuando se hartaba y giraba en redondo para volcarlo ¡Salta Pepín! me decía, y como dos náufragos saltan de un barco, saltábamos nosotros para salvar la integridad física.
Años antes, Flores repartía el gas con un triciclo impulsado a base de piernas en el que cabían más de una docena de bombonas, y que acabó desvencijado en el patio de la bodega tras sufrir varios vuelcos cuando nos dio a mis primos y a mí por bajar desde el Alto a “to lo que daba”, y sin aminorar la marcha torcer bruscamente en Monescillo con el resultado que ustedes queridos lectores podrán imaginar. Antes, también trabajó en la bodega siendo un vivo ejemplo de lo que ahora se ha dado en llamar “reconversión”. Sé que en más de una y de dos ocasiones, aquella cuadrilla de herejes que constituíamos mis primos, mi hermano y yo, traspasábamos las reglas más elementales, y recuerdo que siempre nos corrigió con firmeza, pero con cariño. Entre sus frases recuerdo la de: “Cuidado que de una caña de tortasol salió un disparo” apelando a la prudencia cuando nos veía escopetilla en ristre o, aquella otra de “Le has dao debajo del rabo” cuando fallábamos en nuestro intento de abatir algún pajarillo. La última vez que le vi con vida, fue un Viernes Santo confundido entre la multitud que desde la acera de la calle Arenas veía pasar a los “Moraos”.
Muy arropado, y con su sempiterna boina, de pronto se me hizo evidente el océano de tiempo que había transcurrido desde la anterior vez que nos vimos. Le divisé desde el balcón de la casa de mi primo Ángel, y rápidamente bajé a la calle con la intención de saludarle, pero no pude encontrarle y me quedé vacío de su abrazo que hoy le quiero dar desde aquí. Me hubiera gustado estar el día de tu despedida, pero el destino no lo dispuso así, y ha querido que sea ahora cuando lo haga. Mi más sincero, fuerte y cariñoso abrazo Flores; un hombre que olía a bueno por los cuatro costados.
Los otros dos, que como decía antes todavía viven, son: Eugenio Brazal y su mujer Mª José Pozuelo tanto monta, monta tanto. El matrimonio que regentaba la ahora cerrada para mi desgracia, tienda de la calle Don Tiburcio llamada Sancho Panza, formaba parte de mi liturgia al llegar al pueblo. Acercarme a su establecimiento para abastecerme con alguna de las viandas que descansaban en sus estanterías, y uno tenía la certeza de que se llevaba un producto de primera siempre porque sabían tratar el género, ya que no basta con comprar al mayorista, sino que hay que saber conservarlo en la mejor de las condiciones; algo que he podido comprobar en diferentes lugares al comprar el mismo producto que ellos tenían, pero nunca me ha sabido igual. Eugenio que por su complexión bien podría haber encarnado en alguna película al personaje que daba nombre a su negocio, atendía los pedidos con una calma digna de un monje tibetano. De andares pausados, Eugenio preparaba con esmero la mercancía mientras sosegadamente te explicaba las cualidades del producto, siempre amable y sin estridencias. Mª José, con su media sonrisa y su delantal asistía atenta a la ceremonia, y en el último momento deslizaba en la bolsa junto con las viandas compradas, una botella del vino que sabía le gustaba a mi mujer; un Airén de Las Tablas que siempre celebraba al volver a casa.
Pero en aquel establecimiento había una particularidad que no he visto en ningún otro lugar, con excepción de algunas tiendas de lujo dedicadas a la moda de firmas prestigiosas en las que hay sofás para que se sienten los clientes mientras los empleados presentan la mercancía. En la tienda de Eugenio y Mª José, había no un sofá, sino unos serijos alrededor de una mesa camilla, algo completamente coherente con el espíritu del negocio. “Tranquilidad y buenos alimentos” se dice cuando uno requiere calma, y en Sancho Panza, detrás de aquella recia cortina estampada con motivos quijotescos se escondía una isla de sosiego. Sin duda, tenéis merecido el descanso y espero que la salud sea benevolente con vosotros, pero yo voy a echar de menos esos serijos y la mesa camilla.