EL DON

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José María Pozuelo

Es posible, (y cuando echo la vista atrás a mi propia biografía, así lo creo, pues muchos acontecimientos que tenía por amargos y azarosos cobran un terrible sentido) que estuviera enfermo de esta divina condena desde que nací.

Recuerdo, o quizá haya construido yo mismo la memoria en primera persona de caminar por el jardín hacia mi madre.

Mi aya solía decir que si yo estaba contento, el mundo entero se llenaba de gracia.

¿Quién daría a una bestia un hermoso violín? ¿Por qué entregar la mas hermosa de las flores a los gusanos? a este gusano en concreto, que no es más elevado ni virtuoso que los demás, salvo cuando habla con su propio orgullo, para más signo de su vulgaridad…

No puedo si no doblegarme al hecho de que este don, procede de una inteligencia superior, a mis ojos, mística por necesidad. Es tanto lo que desconozco sobre su funcionamiento, pone en cuestión toda lógica y sin embargo es más real que el suelo que piso.

Me niego a pensar que un ente tan notorio, por necesidad omnipotente, trabaje para hacer el mal, por lo que solo me queda verme como un niño que desconoce y aborrece el abecedario, ajeno a las maravillas que puede ofrecerle; lo aprenderá solo con el paso de las décadas y la obstinación de sus tutores. Sin embargo, a pesar de mi voluntad, mi total entrega a escuchar el mensaje, sea cual sea, no comprendo nada. Basta de elucubraciones que no me llevan a nada.

Lo cierto es que la primera vez que fui consciente de ello fue al salir de mi sesión de terapia con la doctora Ballesteros, en el centro de la ciudad.

Nunca tuve ninguna fe en la psicología, nada más incierto que decirse conocedor de los oscuros vericuetos de la mente humana, y nada más desacertado que tratar de ayudar a otro a encontrarse, estando ambos a oscuras. Ya no me enredo en estos asuntos, lo cierto es que, por varios motivos, siendo el médico el menos relevante de ellos, acudo a las sesiones y rezo al dios del efecto placebo para que me salve. De momento no obtengo la salvación, me he de contentar con algún sucedáneo parecido al entumecimiento y al autoconvencimiento.

Un día de verano, particularmente duro, que parece más un sueño que un día, tuve cita con la doctora. Cuando entré en la consulta, la semipenumbra me pareció un remedio poco eficaz contra el calor, nunca había ni he visto funcionar el ventilador del techo, estar cerca del desvanecimiento debía ser otra herramienta más.

Recuerdo estar aplastado del sofoco en aquel diván, hablando con delirio de la muerte de mi madre, que ocurrió durante mi parto, y según los expertos es la fuente de todos mis males, inmateriales y terrenales.

A mitad de la sesión no podía soportarlo más y deseé con fuerza que acabara, y un instante después, la doctora interrumpió mi verborrea llorosa y me ofreció otra cita, para el mes siguiente; pude notar en su rostro cierta incomodidad.

Mientras volvía a casa, al cruzar la calle, el ruido de los frenos de un coche me sacó del trance del calor y la doctora. Estaba demasiado cerca. Ni siquiera salté ni traté de evitarlo, lo único de lo que fue capaz mi instinto de supervivencia fue sacar la mano y un deseo de no morir aquella tarde. Un segundo después noté el coche contra mi mano y… lo paré. La conductora no podía creerlo, había parado el coche con la mano. Bajó del auto para darme un abrazo y recuerdo que me hablaba, pero yo no podía dejar de mirar mi mano. Cuando pude, lentamente, terminar de cruzar la calle, ella arrancó el motor, se santiguó y se fue.

Al llegar a casa, agarré un cuchillo y me hice un pequeño corte en la mano. Nada sobrenatural pasó, si no se considera la existencia y la identidad como tales. En aquel momento di en pensar que lo ocurrido en el cruce fue un milagro singular, nada tenía que ver con mi mano, asunto que para un ateo ortodoxo, como yo era, resultaba perturbador.

En los siguientes días se fueron sucediendo pequeños detalles, que fueron aplastándome con la verdad del misterio, obligándome a dejar toda sensatez atrás. Yo era capaz de manifestar algunas proyecciones y deseos. El problema se manifestó desde el principio y fui siendo consciente de él con el tiempo, de su inevitabilidad, de su completo dominio. Mi subconsciente participaba de este proceso y la realidad era presa de mis más lascivas pesadillas. Apenas era capaz de controlarlo o siquiera paliarlo con la actuación de mi mente consciente. Esta última parece ser la parte visible de un negro iceberg.

Fulminé a un vecino que tuvo unas palabras groseras conmigo, de verdad que no pude controlarlo, ni realmente deseaba su muerte… solo fue un segundo…

Así sucede, en un segundo, un pensamiento cruza mi mente, viniendo sin avisar de un lugar que está fuera de todos los mapas, y una vez lo he leído ya se ha hecho realidad y no puedo desleerlo o echarme atrás. El forense no pudo encontrar una causa de la muerte clara, la mujer y sus tres hijas se disculparon ante mí por haber tenido que contemplar algo así. Rompí a llorar de una forma desmesurada, que no fue comprendida y resultó descortés… les deseé la mejor de las fortunas y las cuatro ganaron la lotería la semana siguiente.

Parece sorprendente lo que uno realmente desea. Todos los semáforos de la ciudad seguían mi paso; el pan siempre estaba recién hecho al entrar en la tienda; grité a un coche en el tráfico de la calle y con mi voz lo moví a un lado; mi supervisor cometió el error de reprenderme públicamente, sin embargo, a mitad de su reprimenda, se volvió incapaz de hablar, luego balbuceó insensateces, ruidos y hacía muecas, y luego tuvo que ser evaluado por un equipo de psiquiatría.

Llegados a este punto es razonable preguntarse por las obvias cosas, riquezas más allá de todo límite, y ese tipo de fantasías. Por más que lo intenté, no conseguí resultados en este tipo de menesteres, pero no por falta de omnipotencia. Nefastamente, mi mente no era capaz de desearme algo así, mi subconsciente me creía no merecedor de algo así y me castiga (me castigo).

La condena no era ser capaz de hacer realidad lo que deseaba, era darme cuenta de que no era capaz de desearme nada bueno. Debido a mi pobre desarrollo emocional, a mi visión necesariamente parcial de mi propia historia y su papel en La Historia… debido a toda la culpa ante lo que no podía haber sido de otro modo (nada puede), el resentimiento de personificar a la existencia y pedirle lo que no puede o no tiene por qué darme, el ansia por la seguridad de ser siempre superior, o al menos suficiente a mis ojos, todo eso me convertía, a pesar de tener el poder de un Dios, en un miserable.

Un día, de manera casual, en una boda, tras el convite, cuando ya había bebido algunas copas, pasaron dos puntos interesantes. El primero, al buscarme en los bolsillos de la chaqueta, había olvidado mi encendedor en casa; me dio fuego Richard Feinman, que era, como yo, un pariente lejano de uno de los novios. Todavía no era la celebridad que fue después, pero sí destacaba ya en el mundo de las ciencias, así que me pareció estimulante comentarle mi don, que hasta entonces había mantenido en secreto. Al principio pensó que era una broma, luego que era un bonachón borrachín y más adelante, un completo lunático. Espoleado por el licor y la ginebra, delante de sus ojos, convertí su agua en vino y me la bebí. Se retiró sombríamente y nunca lo volví a ver. El segundo punto interesante fue que el alcohol me ayudó a desinhibirme y me volví una suerte de Gran Gatsby. Fue una boda memorable, a la altura de otras como las de Caná, o las bodas de siete días de Sri Linkabalan.

La banda tocó esa noche composiciones originales, ineditas, que se volverían clásicos; la barra libre parecía no tener fin; alguien jura que en algún punto hubo un elefante, lo desconozco, a partir de cierto punto de la noche no recuerdo nada, pero es totalmente posible.

La resaca fue terrible y no fui capaz de convencerme para perdonármela ni un poquito. En los puntos emocionalmente más bajos, en los que mi propia imagen de mi es pésima, y mi mente consciente también se fustiga (me fustiga), todo tipo de calamidades se manifiestan en mi vida. Paradójicamente también es el subconsciente el que me salva del suicidio, negándomelo, con un innato instinto de supervivencia que parece primar sobre todo.

Me abandoné a la bebida y las drogas. Bajo su influencia parecía ser el don más benévolo, conmigo y con los demás, a pesar de que seguía sin ser Dorian Gray, al menos al día siguiente.

Uno de los pocos amigos que todavía no me considera un pendenciero hedonista me propuso que fuéramos al cine, uno que queda a unas pocas manzanas de mi casa y que repone películas antiguas.

Me pareció ideal pasar la tarde observando una ficción que no fuera la mía, con algo de suerte no habría incidentes.

Llegamos a la última sesión, normalmente reservada para la gente no desea realmente ver la película y usa el cine con otros fines. Quizá por esto fuimos mirados con desprecio por el ujier, que era la misma persona que despachaba las entradas. La sala estaba un poco gastada y destartalada; mi amigo comentó con acierto que aquello era bueno para generar ilusiones, como esas noches en que una silla con ropa es un asesino que te observa dormir.

Vimos una película de Chaplin, es igual cual, todas son hilarantes. Fueron los toques de comedia, de esas bromas de tropiezos y pequeños descalabros que me hicieron verme reflejado en el protagista, a la vez que ocupaba mi asiento como espectador y me rei.

¿Y si esa divinidad, que yo había imaginado magníficamente pura, la que me concedió este don, solo quería pasar un buen rato? ¿Y si en algún otro plano, alguien suelta carcajadas con mis desventuras como yo con las de Charlot? Deseé que, al menos, por compasión, hubiera un final feliz que diera, si no sentido, un cierre amable a la tragedia, a mi vida…

He perdido la noción de los días en esta decadencia que me castiga poco a poco, sin darme muerte. Es en uno de los cada vez más breves episodios de lucidez que reflexiono, y puedo ver que es el final de mi película.

Tengo la certeza ahora, de que aquel día, siendo un niño, vi a mi madre. No la vi, la traje de entre los muertos con mi solo deseo.

A quien conserve la inocencia, a quién haya conseguido ver la belleza de este mundo, no se le negará nada.

Yo no lo he conseguido, en estas líneas me despido. Ya hace días (quizá años) que lo vengo esquivando, no puedo más. Solo tengo que desearlo con todo mi ser y ocurrirá, como todas las desdichas que he descrito aquí.

Pararé mi propio corazón solo con pensarlo, con perdonarme y creerme merecedor de que pare la condena.

¡Si tan solo supiera no desearme lo peor, qué bonita sería esta vida!

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