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José Ignacio García – Muñoz (Queche)
JORNADA 1ª
Son las once de la mañana del 15 de agosto. Avanzo por la A52 a la altura de A Gudiña en la provincia de Orense, que pese a las fechas veraniegas registra escasísimo tráfico. Una niebla cada vez más espesa procedente de los incendios invade la carretera. Las llamas están a solo unos metros, en la cuneta que arde como una tea levantando llamaradas aquí y allá sin previo aviso, sin misericordia. La propia autovía hace de cortafuegos aunque sin mucha fortuna, ya que al otro lado también se puede apreciar que las llamas han calcinado pasto, matorrales, y árboles según se le antoja al viento que sopla de forma errática. Llama la atención el tremendo silencio, solo roto por el fiero crepitar del fuego que se enseñorea del lugar dejando el rastro negro de la devastación a su paso, y una soledad humeante que hace que las palabras se queden retenidas en la garganta sin ser pronunciadas.-Lume e fume- como dirían los gallegos, es todo lo que la vista alcanza a ver entre la niebla. La radio del coche vomita noticias: Más de trescientas cincuenta mil hectáreas quemadas en lo que va de verano.


JORNADA 2ª
Son las 8.30 de la mañana, y el sol comienza a asomarse entre la bruma con que suele envolverse el Monte Ferro para dormir; un pequeño paraíso perteneciente al Concello de Nigrán en Pontevedra.
El aroma a pino y eucalipto que todo lo invade, se me mete en los pulmones mientras camino observando en la distancia la silueta familiar de las Islas Cíes desperezarse flotando sobre el azul del Atlántico. Decenas de gaviotas llenan el aire de graznidos que se confunden con el estruendo de las olas rompiendo contra las rocas unos cientos de metros más abajo. Todo es verde y fresco .Respiro hondo mientras camino, disparando mi cámara cada vez que el paisaje me hace un guiño en forma de mariposa, vuelo de pájaro, o balanceo de ramas, pero con cada pisada siento la cantidad de pequeñas ramas que tapizan el suelo, y no puedo dejar de pensar en qué pasaría si una llama prendiese en aquel vergel que el paso de los años ha dejado lleno de maleza procedente de la propia regeneración del bosque. Unos metros más adelante, en un pequeño claro, me encuentro con un guarda forestal (nunca antes había visto a ninguno por allí) que sentado en una moto, contempla el horizonte más allá de las islas Estelas, y le pregunto por unos petroglifos que se datan en unos 5000 años; encogiéndose de hombros y sin dejar de mirar a la lejanía me contesta que no tiene ni idea <si usted dice que están, será verdad, pero yo nunca los vi>.

También le hago notar lo dejado que está el monte, y lo que supondría que una llama tuviese la desgracia de caer allí, en aquél lugar, y su respuesta me deja helado: ya lo limpiaran cuando prenda.
De regreso al coche, paso por la zona más elevada del monte y me quedo de piedra al ver una batería de barbacoas junto a un cartel se supone que de advertencia, completamente tapado por la vegetación y que hace inútil su cometido. En mi cabeza resuena la respuesta del guarda ¡ya lo limpiaran cuando prenda!

JORNADA 3ª
Aparco el coche a un lado del camino de tierra que se adentra en el Soto de Viñuelas.Han pasado tres semanas desde el pavoroso incendio que asoló esta dehesa de la localidad de Tres Cantos en Madrid, y que se cobró tanto vidas humanas, como patrimonio y propiedades. De nuevo el silencio es la expresión elocuente de la desolación. Ni un solo pájaro revolotea entre la silueta ennegrecida de unos árboles que callan junto al cauce de un riachuelo que tampoco susurra. Ya no humea el suelo, pero en la retina tengo clavadas las imágenes de las ovejas que por aquí pastaban, y que se convertían en bolas de fuego cuando, incapaces de reaccionar las llamas alcanzaban su cubierta de lana.

Cuantos pequeños milagros, y cuantas pequeñas tragedias se habrán producido estos días en la espesura de los bosques. En árboles centenarios que el tiempo ha ido dando forma, achicharrados cuando albergaban en sus ramas los polluelos de tantas aves grandes o pequeñas. Millones de insectos que servían de vehículos polinizadores, y de alimento a los pájaros insectívoros que a su vez eran el alimento de otros. Cuántos gazapos atrapados en sus madrigueras, cuántos reptiles, cuantos pequeños, y no tan pequeños mamíferos, vertebrados e invertebrados de todo tipo, animales de granja, cosechas. Patrimonio cultural y ecológico de generaciones de habitantes de pueblos pequeños donde la vida no es fácil, que se asoman ahora al silencio negro y desolado frente a sus casas y no reconocen nada.
De vuelta al coche, la radio sigue con su letanía a propósito de los incendios: Más de cuatrocientas mil hectáreas calcinadas en lo que va de verano ¡El presidente del gobierno va a proponer un gran pacto a las demás fuerzas políticas por la emergencia climática! .Esta vez sí, esta vez las palabras no quedan ahogadas en la garganta, y suelto una retahíla de blasfemias que no puedo reproducir aquí. Mientras enfilo la M607 de regreso a Madrid, pienso en la cadena trófica, en los ecosistemas, y en José Saramago y su discurso durante la ceremonia de aceptación del Nobel de literatura:


Mi abuela, ya levantada antes que todos, me daba una gran taza de café con trozos de pan y me preguntaba si había dormido bien. Si le contaba algún mal sueño nacido de las historias del abuelo, ella siempre me tranquilizaba: No hagas caso, en sueños no hay firmeza. Pensaba entonces que ella, aunque también fuese una mujer muy sabia, no alcanzaba las alturas de mi abuelo, que tumbado debajo de la higuera, con el nieto José al lado, era capaz de poner el universo en movimiento apenas con dos palabras. Muchos años después, cuando él ya se había ido de este mundo y yo era un hombre hecho, vine a comprender que también la abuela creía en los sueños.

Otra cosa no podría significar que una noche sentada ante la puerta de su pobre casa, donde entonces vivía sola, mirando las estrellas mayores y menores, hubiese dicho estas palabras: El mundo es tan bonito y yo tengo tanta pena de morir. No dijo miedo de morir, dijo pena de morir, como si la vida de pesado y continuo trabajo que había sido la suya, en aquel momento casi final, estuviera recibiendo la gracia de una suprema y última despedida, el consuelo de la belleza revelada, justo allí en su casa, tan especial en el mundo, porque en ella vivió gente que tenía pena de irse de la vida sólo porque el mundo era bello, gente como mi abuelo Jerónimo, pastor y contador de historias, que al presentir que la muerte venía a buscarlo, se despidió de los árboles de su huerto uno por uno, abrazándolos y llorando porque sabía que no los volvería a ver.