LA NOTA AZUL (CUENTO DE FERIA)

0

 1,056 visitas,  7 visitas hoy

Manuel Molina

Allí estaba, nerviosa, delante de toda la gente que clavaba sus miradas desde la butaca. La plaza del pueblo se había engalanado antes del inicio de sus Ferias y Fiestas para verla a ella, para que su voz y sus manos fueran la apertura que muchas veces vio en prensa desde la distancia. Llevaba varios días reescribiendo un discurso que cada vez le parecía más vacío. Era incapaz de volcar en aquel folio todo lo que su infancia, sus raíces y su primera juventud habían significado. Plasmar toda la gratitud hacia un lugar del que había huido, quizás obligada, era demasiado confuso y doloroso, pero también emocionante. Hacía más de tres décadas que tomó la decisión de coger la maleta y un tren sabiendo que atrás quedaba la casa de sus abuelos y unas calles donde había aprendido a correr en bicicleta, acudir al colegio y sentirse mujer.

La llamada del alcalde le sorprendió en una de sus clases de piano y canto. Estaba fuera de España y cuando le ofreció la propuesta sintió que al final había alcanzado el verdadero reconocimiento, el que buscaba siempre con el rabillo del ojo, el que más le dolía no obtener. Era consciente que la vida allí rodaba a su propia velocidad y que cuando alguien se marcha, aunque deja su esencia, también abandona. Por lo tanto, a pesar de los constantes vuelos, de los hoteles y los apartamentos en ciudades como Nueva York, Londres o París, sentía por fin el cariño de lo que consideraba su casa. Aceptó, por supuesto, y tras colgar lo primero que hizo fue escribir a su oficina para que le libraran toda la agenda los primeros días de septiembre. Quería volver a sentir la ilusión como cuando su padre la llevaba de la mano bajo las luces de las calles. El olor a algodón dulce y la música de las atracciones. Los números al viento de las tómbolas y el jaleo juvenil de los chozos.

Los aplausos sonaron desde las cuatro esquinas de la plaza cuando la concejala de festejos la nombró tras repasar su larga carrera desde el atril. En una pantalla situada a la espalda del escenario pudo verse en sus primeros años, en los grandes conciertos de su madurez y rodeada de personas del mundo de la cultura que jamás hubiera imaginado conocer. Emocionada, le temblaron las rodillas al levantarse y apenas pudo hacer la reverencia que acostumbraba tras cada función. Incapaz de desdoblar el papel donde tenía escrito a mano el discurso, agradeció las muestras de cariño recibidas y se centró en las caras de los asistentes para aterrizar y atenuar los nervios.

Fue entonces cuando vio sus cabellos blancos peinados para detrás y unos ojos azules vibrantes. Había envejecido, como todos, pero conservaba aquella sonrisa triste de galán de cine. Vestía de traje oscuro con una corbata estampada y estaba acompañado por la que intuyó que sería su mujer. Sin quitarle la mirada, decidió no leer el discurso y comenzó hablando de aquel joven que tenía un sueño. Que siendo un niño aprendió música en uno de los pocos pianos que había en el pueblo, y que, con esa personalidad contagiosa, le animó a empezar. Habló de las primeras clases que le dio y de sus dedos torpes perdiéndose por aquellas teclas en blanco y negro. Describió la templanza y dedicación de un joven que estaba predestinado a crear belleza.

Sin la ayuda de aquel chico de cabello lacio y ojos azules, dijo desde el micrófono, jamás hubiera conocido la música, lo que supone el arte y cómo inunda a las personas. Cómo es capaz de cambiarlas y hacerlas olvidar las rutinas y las miserias. El sonido es una medicina, afirmó. «Sin embargo, aquel chico que hoy debería estar aquí subido tuvo la valentía de renunciar y elegir una vida más llana y tranquila. Con el tiempo supe que su nombre no estaba apuntado a aquella audición. Que el acompañante era él y no yo como creía mientras esperábamos en aquella sala inmensa en Madrid. Que cuando nombraron mis apellidos él me agarró de la mano y en pocas palabras me dio el aliento para superar aquella prueba. Queridas vecinas y vecinos, hay ocasiones en que los sueños están en las cosas pequeñas y hay gente que lo entiende rápido y es capaz de lanzarte con toda su alma para que otras personas consigamos subir hacia metas que les pertenecen. Lo triste es que cuando nos lanzan los solemos dejar atrás y los lazos terminan por romperse. No quería empezar el discurso que tanto me ha costado escribir sin poner de manifiesto que a veces, para que los sueños se cumplan, es necesario un escudero que nos aguante, nos guie y nos deje marchar cuando es necesario».

Entonces retiró la mirada de aquel hombre y desdobló el papel. Usó su experiencia sobre las tablas para que las luces de la Plaza difuminaran al público y pareciera estar sola frente al micrófono. Sobre su nariz escueta colocó las gafas de pasta y comenzó a leer. “Queridas amigas y amigos, autoridades, es un honor para mí recibir este galardón en el lugar donde comencé mis primeros pasos como artista y persona…”

Compartir.

Sobre el autor

Los comentarios estan cerrados.