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José Ignacio García – Muñoz (Queche)
Como todos los días la cama me echa a patadas. Como un mar embravecido, el amasijo de sabanas retorcidas rompe contra la escollera de la arrugada almohada, una almohada donde se refugian los restos incompletos del sueño naufragado tras una noche procelosa de vueltas y más vueltas .Los pies descalzos, apenas notan la diferencia de temperatura entre la cama y aquél suelo de terrazo con dibujos geométricos. Me asomé sin fuerza por el mirador de la calle Prim como un visillo se asoma a la calle agitado por el imperceptible aire de la mañana. Me acordaba del frio que en las mañanas de Viernes Santo emitía aquél mismo suelo cuando nos asomábamos a ver pasar a los Moraos; se ve que los pies deben tener memoria, porque sentí por unos segundos ese frescor .En la churrería Alcázar el trasiego era como de costumbre, y solo la promesa de una fuente de tallos para desayunar me arrancó de la melancolía.
Bajé a la cocina, donde un tazón de leche y los tallos terminaron de reconciliarme con el mundo. En diez minutos estaba en casa de mis primos, y en tres más, estábamos todos sentados en el Carmen pensando que hacer cuando se acercó un muchacho.

¿Queréis ver a un ahorcado?
Lo dijo sin énfasis alguno, como el que enseña un grillo en una jaula, o un puñado de bolas de jugar al gua; con absoluta normalidad .Yo, en mi corta existencia no había visto nunca a un ahorcado, y en mi mente se dibujó la escena aprendida de las películas del oeste: árbol, cuerda, y un tipo balanceándose de ella.
Caminamos por el parque hacia el Instituto Laboral hasta que llegamos al lugar donde estaba aquél pobre hombre. Comparado con mi arquetipo de ahorcado cinematográfico, el árbol de aquél hombre se me antojó demasiado pequeño; como si al ahorcarse no hubiese querido molestar, un ahorcamiento sencillo sin grandes demostraciones; como uno de esos plásticos que arrastrado por el viento se queda enredado entre las ramas de un árbol, así se quedó la vida de aquél hombre. Nos quedamos mirando largamente la figura inerte sin hacer ningún comentario, y tampoco nos produjo ningún terror; era un ahorcado que no daba miedo. Creo que el hombre lo hubiese preferido así.

Tampoco se nos ocurrió llamar a nadie; algo que a día de hoy todavía me sorprende, y nos fuimos a jugar como si no hubiese pasado nada, con toda la naturalidad del mundo.
Un buen rato después, alguien con más conocimiento que nosotros debió llamar a la Guardia Civil que se hizo cargo de la situación.

A las cuatro de la madrugada me despierto empapado en sudor, me asomo al balcón para intentar sentir algo de brisa, pero me doy contra una pared de calor que baja por la calle Prim para estrellarse contra la oscura silueta de San Pedro ahora en penumbra. En la esquina de Monescillo, la misma estúpida y tozuda polilla de todos los días sigue estrellándose una y otra vez contra la bombilla de la farola. Por Santa Teresa tuerce un hombre solitario que deja flotando en el aire sofocante una bocanada de humo blanco de un cigarro, y de nuevo en la cama pienso en el ahorcado. Con la vista clavada en el techo le imagino la pasada noche camino de su triste destino, y me hubiese gustado ser uno de esos murciélagos que discretamente sobrevuelan la noche para haberle podido seguir, y que al menos se hubiese podido despedir de alguien antes de desnudarse de desesperanza al pie de aquél árbol que a mí, se me antojó demasiado pequeño para dejar una vida prendida entre sus ramas… Un hombre sin demasiadas ambiciones en la vida, ni en la muerte. Tal vez él lo prefería así.
