CUANDO LA AUSENCIA PESA MÁS QUE EL SILENCIO

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Paki García Velasco Sánchez

Por todas esas personas que partieron antes de tiempo y cuya temprana marcha dejó un vacío irreemplazable.

Para Ella, mi amiga: por ser, por estar… por lo vivido, por lo que dio sin saber, por lo que dejó sin irse, por lo que fuimos, por lo que siempre seremos.

Porque la amistad no desaparece, tan solo cambia de forma, no de importancia.

Cuando te haces mayor y vas cumpliendo años, te das cuenta de que la vida no se mide solo en logros, fechas o metas alcanzadas, sino en las personas que te van acompañado a lo largo del camino. Es entonces cuando empiezas a entender que, por desgracia, no todo es para siempre, que hay abrazos y risas que ya no se repetirán más, porque hay voces que se apagan antes de tiempo. La amistad, que antes dabas por sentada, se vuelve un refugio raro y valioso y cada pérdida pesa más, cala más hondo. Ya no solo duelen las ausencias, también la conciencia de que el tiempo no avisa cuando se está llevando algo que quieres. Y es entonces, inconscientemente, cuando comienzas a mirar atrás, intentando rescatar, aunque sea con la memoria, aquello que ya no está.

Perder a un familiar o a un amigo es como perder una parte de ti mismo. No importa si ha sido repentino o si el tiempo ya había empezado a preparar el terreno. Cuando se va alguien con quien compartiste risas sinceras, miradas cómplices, silencios cómodos y días enteros de vida, lo que queda es un hueco que no se llena. Se intenta seguir con la rutina, con las obligaciones, con el mundo que no se detiene por nada ni por nadie. Pero por dentro todo se desmorona en un susurro que apenas si se oye. No hay palabras que realmente puedan aliviar un dolor así, y menos cuando llega sin aviso, sin sentido. Esa pérdida inesperada, deja una herida rara, difícil de curar, porque no es solo tristeza: es desconcierto, es rabia, es un vacío que se queda sin sitio donde ir.

En los primeros días, la incredulidad te acompaña como una sombra. Miras el teléfono, como si fuera a sonar y su nombre fuera a aparecer en la pantalla. Te sorprendes queriendo contarle algo, un detalle tonto o una anécdota que sabes que le haría reír. Y es ahí donde empieza la parte más dura: darte cuenta de que ya no está, que no va a contestar, que no va a volver. Y por más que lo entiendas con la cabeza, el corazón se rehúsa a aceptar esa realidad. En esos momentos uno se siente inútil, completamente inútil. No solo por no haber podido evitar la pérdida, sino porque de pronto todo lo que teníamos juntos, todo lo que compartíamos, se vuelve un eco. Un eco que golpea las paredes del alma. Te preguntas si hiciste lo suficiente, si le dijiste cuánto la querías, si supo realmente el valor que tenía para ti. Te castigas por cada encuentro que se pospuso, por cada despedida que no imaginabas definitiva.

Sin embargo, los recuerdos están ahí, firmes, como pequeñas luces encendidas en medio del apagón. Es entonces cuando recuerdas sus bromas, sus rarezas, las conversaciones hasta las tantas de la tarde donde arreglábamos el mundo y donde, a veces, nos reíamos de todo. También recuerdas aquellos abrazos sin motivo o los consejos inesperadamente sabios que te daba. Esos momentos, que en su día parecían simples, ahora se vuelven sagrados, se convierten en lo único perceptible en medio de la pérdida.

El duelo es un proceso extraño, algunos días puedes sonreír recordándolos y sentir que, de algún modo, están contigo. Pero otros días, el dolor te toma por sorpresa en mitad de algo cotidiano: una canción, una frase, una calle, una casa. Nadie te enseña a vivir con una ausencia así, pero con el tiempo, aprendes. Aprendes, (que no se supera), aprendes a llevar ese dolor que nunca se va, ese dolor que cambia de forma, y aunque parece que duele menos, también duele distinto. Es completamente normal sentirte descolocado, agotado emocionalmente, incluso culpable por cosas que no dependían de ti. En momentos así, no hay un “debería estar mejor” ni un “ya tendría que haber pasado”. El duelo no entiende de tiempos ni de formas. Cada quien lo vive a su ritmo, con sus días buenos y sus días completamente grises.

Lo más duro en esos primeros momentos, es entender que seguir adelante no es traicionar su memoria. Que reír de nuevo, disfrutar de la vida, no es olvidarlo, al contrario, es honrar todo lo que te dejó. Porque si algo te enseñó esa persona fue a vivir con más intensidad, a querer sin reservas y a estar presente… esas pequeñas grandes cosas que siempre quedan. Porque, aunque ya no esté físicamente, aunque no puedas verla ni escucharla, de alguna forma su huella está en ti.

A veces cuando intentas escribir o incluso hablar, sientes que el dolor te desgarra un poco más. Pero no pasa nada, es algo muy humano, algo para lo que nadie está realmente preparado, por lo que, en esos momentos, un abrazo grande (de esos que no necesitan palabras), es lo único que verdaderamente hace falta.

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