QUERIDO MAESTRO, QUERIDO AMIGO. Cuento de Navidad

0

 66 visitas,  66 visitas hoy

Manuel Molina

Querido maestro, querido amigo.

22 de diciembre.

Llega el invierno y no dejo de acordarme de ti. Cada mañana suelo pasear por la playa y a pesar de los casi treinta años, aún me siento extraño de manga corta en diciembre. Es placentero mojarte los pies en la orilla, pero no creas, echo de menos el abrigo y la bufanda. Esas gachas calientes con vino tinto y un buen pan moreno. El fuego en la chimenea, el olor a castañas asadas y los turrones. Sí, aquellas pastillas de turrón blando que nos solías traer para ver el sorteo de la lotería antes de abrir al público.

Por este lejano mundo va todo bien. Mucho trabajo como cada temporada. Cada vez hay más turistas. Como se suele decir por allí: “yo no sé de dónde sale tanta gente”. Es increíble la multitud de excursiones que llegan a diario. Mucho americano, árabe y europeo. Me gustaría que vieras las propinas que sueltan algunos. No te lo ibas ni a creer. Bueno, quizás es porque todo el mundo que llega aquí lo hace de vacaciones, con el bolsillo alegre.

Ahora que contemplo el océano mientras escribo esta carta pienso en aquellos años en el Hotel. Como me decías, cuando no levantaba cabeza fregando platos, “ánimo compañero, que el sudor une”. Que inexperto era, que iluso. Parece que escucho todavía tus risas cuando apenas sujetaba la bandeja en mis primeros meses. Siempre lo negaba, pero las rodillas estaban como flanes cuando acudía a las mesas a tomar nota. Sobre todo, con los clientes veteranos que bueno, eran exigentes con el servicio y apreciaban las rutinas. Sí, seguro que cuando leas esto también pensarás en las bromas de cuando os pedía ir a las mesas con grupos de chicas. Era un niño de apenas veinte años, soltero y me gustaba gustar. Hacerme el camarero guaperas que veía en las películas. También hice el idiota más de una vez manchando sus vestidos o poniéndome nervioso a la hora de preguntar. Que buenos tiempo aquellos ¿verdad? Cómo pasa la vida. Observo las olas de un fuerte color turquesa y como se mecen los veleros. Cualquiera diría que vivo en el paraíso, y no te lo discuto, pero muchas veces hay raíces que tiran más que las bonitas estampas.

En esta carta también me gustaría darte las gracias. Nada de lo que he podido conseguir hubiera sido posible sin tu paciencia y tus consejos. Yo llegué a esa barra sin saber abrir un botellín y tú me enseñaste. Creo que nadie olvida quién lo enseñó en su primer día de trabajo. Eso se queda clavado para siempre. ¿Recuerdas aquellas navidades de los noventa donde no cabía un alma en el bar? Como pasábamos con las bandejas al aire entre los grupos de gente. La música latiendo en la radio y la barra abarrotada de clientes. ¡El Bote¡ cómo se hinchó el bote esos años. Que contentos nos íbamos a casa con nuestra cesta y un decente puñado de billetes. Recuerdo que me dijiste que le regalarías a tus hijos no sé qué juguete que llevaban semanas pidiendo desde el escaparate de la tienda. Siempre has pensado en los demás y eso te convierte en un hombre bueno, valiente y admirable. Eres mi maestro, y que sepas que tu nombre es conocido entre los grandes de este oficio en esta ciudad costera. Se ríen con las historias que le cuento. Como cuando sacaste una botella reservada para brindar con aquel cantante americano que tocaba en la feria y por poco se nos va de las manos. Al final casi tienes que cantar tú en el auditorio. Que borrachera se cogió y que pedazo de concierto ofreció. “Eso es oficio” dijiste al día siguiente cuando se te pasó el susto y tu cara dejó ser un cuadro.

Pues sí, han pasado más de treinta años de todas aquellas anécdotas. «¿Ahora te vas al culo del mundo? ¿Ahora que ya vuelas con la bandeja?». Aquello me dijiste en el almacén, disgustado, cuando te comuniqué que cruzaba el charco en busca de experiencias. En busca de vivir una vida más intensa, más plena. Te enseñé el papel de la oferta de trabajo, el hotel en primera línea de playa, el dinero que me daban y ni siquiera lo miraste. Es más, esa tarde no me ayudaste ni a mojar la bayeta en el fregadero. Sí, es cierto que me dio mucha pena dejar mi tierra, pero tú y yo sabíamos que tarde o temprano ocurriría. Aquello no era para mí. He tenido suerte amigo mío, he podido conocer gente de todo el mundo y vivir de lo que me gusta. He formado una familia y mis hijos ya me sacan una cabeza. Ya ves, unos crecen y otros se achican. Me encantaría que pudieras haberlos conocido de pequeños. Eran unos “fieras” como tú nombrabas a los niños que nos hacían tropelías por el bar a escondidas de sus padres.

Sentí una pena terrible cuando cerró el hotel. A miles de kilómetros de distancia parecía que algo había muerto en mi memoria. Me alegra saber que ya no te pilló y que estás feliz en tu jubilación. Te la has ganado con tu esfuerzo y tu saber hacer. Disfruta ahora del tiempo, que como sabes, se escurre como un cubito de hielo entre las pinzas.

Estas últimas líneas son para decirte que no te molestes en comprar papel para contestar, ni en mandar a tu mujer a por una felicitación navideña. Es probable que mientras lees esta carta estemos de camino a tu casa. Sí, no te extrañes, en el pueblo. Hemos vuelto después de tantos años para que mis hijos puedan saber de dónde proceden, cuál es su origen y su raíz. Así que, querido maestro, querido amigo, como hiciste con aquel cantante americano prepara una buena botella y brindemos por la navidad y el año nuevo.

Feliz navidad y próspero año 2026 a todas y todos los lectores de Daimiel al Día.

Compartir.

Sobre el autor

Los comentarios estan cerrados.